El siguiente relato me lo contó un corresponsal tunecino luego del partido inaugural del Mundial de Alemania 2006. Se trataba de un tal coronel Fak, quien dejaba el encierro de semanas. “Atiende el llamado que ha emitido el portero del infierno”, me aclaró.
Fak brincó sobre la barda de piedra que cerraba el paso a media docena de cabras, sus compañeras durante las últimas semanas. Saltó con el viento en las corvas, se elevó como se lo había enseñado el viejo lobo de Salsipuedes, entrenador del Racing Universitaire Algerios. Así solía llamarlo un hijo de franceses que pasó fugazmente por la portería del equipo universitario. Su nombre era Albert Camus. Fak tomó impulso, seguro de lo que había aprendido todas aquellas jornadas, cuando se quedaba después de la práctica a perfeccionar sus habilidades físicas y mentales, junto con otros compañeros del cuartel. Una vez cerradas las puertas del estadio de Alenda, en Orán, había que encender las enormes luminarias y volar. A veces los acompañaba Camus. Un par de horas después, empapados en sudor, aún tenían que trepar los muros para salir y regresar a sus casas. Les decían “las grandes aves del Sahara”.
De estatura mediana, tez obscurecida por el Sol, complexión robusta, cara y mentón ovalados, saturados de barba y bigote, grandes ojos verdes, cejas pobladas, labios regulares, el coronel Fak tenía fama y un sobrenombre ilustre. Sobre todo, intuición y suerte, de manera que se había salvado de caer en numerosas emboscadas, escaramuzas y enfrentamientos armados desde que se incorporó a la harka, cuatro años atrás. El tono de voz sospechoso de un lugareño, la referencia imprecisa, la mano temblorosa de un infiltrado, las gotas de sudor cayendo sobre los párpados del francotirador en el instante que pulsaba el gatillo, ninguna era razón suficiente y, al mismo tiempo, todas se sumaron en un puñado de sesgos incidentales, de nimiedades que determinaron la línea entre la vida y la muerte del coronel Fak. Sesgos de superviviencia insuficientes, pues la suerte estaba echada. Durante la manifestación por las calles del centro de Argel del día anterior, 19 de marzo de 1962, su apodo estuvo en la boca de muchos exaltados ciudadanos. Gente cercana al general Salan, líder de la Organización Armada Secreta, el brazo sanguinario del Frente Nacional de Liberación de Argelia, se encargó de difundir la noticia: el coronel Fak, colaborador de los franceses, no era otro que Ahmed Abdelkader Brahimi, primer teniente capitán del ejército argelino y, desde 1958, coronel de la harka, milicia originaria de los Montes Aurés, localizados al este del Atlas sahariano. Era el hogar de berbéres, zénètes y chaouïas, conocida como Wilaya Uno, la primera provincia de seis en que los franceses dividieron el territorio de Argelia para efectos administrativos. Fundada en noviembre de 1954, la harka significa en árabe “el movimiento”. Por tanto, los harkis eran los combatientes del movimiento musulmán profrancés en el conflicto del Frente Nacional con las autoridades de París. A principios de 1962 los musulmanes luchando por Francia sumaban alrededor de 263 mil, de los cuales 58 mil se hacían llamar harkis. Ante la inminente caída del frente sostenido con reclutas que disparaban llenos de pánico, incluso contra su propia sombra, todos aquellos musulmanes esperaban la degollina en cuanto el ejército francés comenzara a retirar a sus infantes disfrazados de soldados. La amenaza era real, por lo que se solicitó su evacuación. Dos días antes, el 18 de marzo, se firmaron los acuerdos de Évian y el 19 llegó un telegrama del ministro de Estado, Louis Joxe, en el que rechazaba cualquier petición de embarcarlos junto con sus familias.
La guerra sin nombre, como se le conoce a este conflicto, tuvo dos etapas. Una, de 1954 a 1958, cuando el ejército francés se limitó a librar batallas psicológicas, guerrilla de temple encaminada a desmoralizar al enemigo. También ejercieron la usura a fin de apretarles el cogote. La segunda fase sucedió entre 1958 y 1962. En ese entonces Fak se unió a la harka e impuso de inmediato estrategias militares brutales. La respuesta del Frente Nacional no se hizo esperar. La eficacia de los cuadros del coronel Fak provocó una respuesta colérica por parte del enemigo, de manera que entre octubre de 1958 y noviembre de 1959 fueron masacrados seis mil soldados venidos del continente. El 10 de noviembre de 1959, el general Charles de Gaulle ofreció una conferencia de prensa, en la que informó de la muerte de 171 mil rebeldes, así como de 13 mil soldados franceses y mil ochocientos civiles. Pero no dijo nada de los musulmanes. ¿O estaban incluidos en la cifra de decesos franceses? De Gaulle aseguraba que los rebeldes habían perdido casi 70 mil combatientes. Fak sabía que eso no era consuelo alguno. Las muchas rencillas y rencores entre las wilayas que conformaban una entelequia llamada Argel sumaban años y cadáveres. ¿Habría un recuento del irreparable daño emocional, psíquico, entre combatientes y civiles? ¿Y el daño al desierto? En febrero de 1960 el ejército francés llevó a cabo pruebas nucleares en las cercanías de un pequeño pueblo llamado Reggane, enclavado en el desierto del Sahara, al suroeste del país. Fak y otros comandantes harkis lo vieron con sus propios ojos cuando sobrevolaron en helicóptero la zona. Una mancha negra, circular, cientos de metros atestados de polonio, cuya negritud poco a poco se difuminaba conforme extendía su manto letal.
El salto de Fak no fue del todo afortunado, pues al caer pisó un guijarro con el pie izquierdo, provocándole un intenso dolor que lo obligó a deslizarse hacia un vado. El silencio no se interrumpió. Todo permanecía seco y frío, la noche no perdía su negritud, por lo que incluso las alimañas animales y humanas habían buscado refugio. Recordó a su maestro Jean Grenier, quien lo introdujo a los libros de Henri Bergson, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzche, al igual que al guardameta Camus. “Nada es real excepto el dolor”, aseguraba Granier. Camus y Fak se encontraron por casualidad en la piscina de El Kettani un par de veces. Luego caminaron por la plaza de la Grande Poste, ocasiones en las que surgió una pregunta: ¿Vale la pena vivir? Dicho de otra manera, ¿cómo alguien pretende desarrollar una vida plena, feliz, si enfrente se encuentra la ineludible muerte? Fak se dio un poco de masaje en el tobillo, anhelando la maravillosa pomada que le había regalado Camus cuando compartieron los vestidores en el estadio de Alenda. “Y entonces, ¿qué nos queda?”, inquirió Fak, a lo que Camus le respondió: “Nos resta la razón y el valor de hacer las cosas mientras puedas”. Incluso Sísifo, el condenado a empujar una roca colina arriba todos los días, es dueño de su destino, pues, en algún momento, ha decidido en su cabeza que esa tarea es digna de satisfacer la voluntad de una persona: él mismo. Por tanto, no es un fracasado sino un hombre feliz. “Es alguien que reconoce el valor de respirar, de oxigenar los pulmones, a pesar de que cada vez le queda menos tiempo”, le aseguró Camus la última ocasión que se encontraron.
Ahora navegaba por los confines del Universo en busca de los trozos de luz del hombre, quien había muerto dos años antes debido a un accidente automovilístico en la lejana Francia. El guardameta fugaz supo que lo mejor y lo peor de la humanidad, la esencia de su existencia misma, tenía su epítome en la práctica de un deporte. En su caso se trató del futbol, el cual dominó el espíritu de su literatura. Lo localizó en el umbral de un hoyo negro. Camus lo animó a amar a alguien como Lua Hamza, la tunecina empeñada en practicar la emancipación.
– Me parece que fue ayer –le dijo Camus en su fantasía–. Pero cuando volví a calzarme los zapatos, casi veinte años más tarde, supe que no había sido ayer.
A los ojos de Fak, aquél sabía de primera mano lo que significaba surcar el cosmos. No estaba seguro de recomponer sus trozos vagando por ahí, pero, en ese caso, gente como Jesucristo y Mahoma le llevaban una considerable ventaja, aunque personas como el maestro Grenier y algunos del Frente de Liberación que Fak se había encargado de mandar a mejor vida, debían venir atrás de él. Bergson, Schopenhauer y Nietzche no andaban muy lejos por delante.
– Antes de terminar el primer tiempo intergaláctico ya tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou, ¿sabe?
Camus esperó su respuesta. Fak conocía bien el villorio mencionado, el cual se localizaba cien kilómetros al este de Argel, y a sus canes apaleados por el Sol. El occiso continuó su animada y, al mismo tiempo, tranquila charla, considerando que estaban viajando casi a la velocidad de la luz.
Fak le preguntó:
– Si se llegara encontrar con Jesucristo, ¿qué le diría?
– Amigo, levántate, hemos estado aquí ya mucho tiempo, ¿y vamos a dormir eternamente?
Lo miró como si le fuera a recetar una parábola. Continuó:
– Si mal no recuerdo, en 1928 hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia. Ahora recuerdo que fue por un amigo, un tipo velludo, con quien nadaba en el puerto… Claro, él jugaba polo acuático para Montpensier. Así es como la vida de una persona encuentra sus seis grados de separación.