15.5 C
Puebla
lunes, octubre 20, 2025

El último té

Cuando me enteré de aquel líquido incoloro, inodoro y de sabor dulce, supe que era la respuesta que siempre había querido encontrar, sobre todo cuando resultó ser tóxico para el consumo humano. Yo lo llamaba “té dulce”.

Mi muerte terminó de la misma manera en que nací: abandonada. Mis padres biológicos me dejaron sola hasta que fui adoptada, pero no tuve mucho tiempo de estabilidad. Mis padres adoptivos solían discutir hasta el punto de llegar al divorcio. Fueron momentos complicados que cambiaron mi niñez y, posteriormente, mi adolescencia.

Me convertí en una estudiante desinteresada, sin ánimo ni emoción, lo que me llevó por un camino equivocado, acompañada de malas compañías. Las drogas se convirtieron en algo cotidiano; no podía pasar un día sin ellas. Mi adicción me llevó a ser internada en una clínica de rehabilitación en Atlanta.

Mis deseos parecían inalcanzables: ser policía estaba a millas de distancia. Cuando cumplí veinte años, entré a trabajar como telefonista del 911. Pensé que mi futuro había cambiado, que me acercaba a mi anhelo. Esos años me mantuvieron con una gran esperanza; incluso había días en que buscaba todo tipo de información y exámenes para poder lograrlo.

Otro golpe llegó cuando recibí aquella noticia: no había logrado pasar el examen psicológico. Al menos en mi trabajo como telefonista del 911 convivía con policías. Ahí conocí a mi primera víctima.

Su nombre era Maurice Glenn Turner. Nos declaramos amor y nos casamos en 1993. No había suficiente dinero, así que Glenn llegó a trabajar hasta siete días a la semana, mientras yo dejé mi empleo. Me gustaban los lujos y él apenas era capaz de dármelos. En ese momento logré quedar como beneficiaria de su seguro policial, que ascendía a 150 mil dólares.

Ya estaba a mi nombre. Lo siguiente era encontrar el momento perfecto para ofrecer mi “té dulce”. Era febrero de 1995 cuando él se enfermó. No dudé en fingir preocupación para cuidarlo en casa. La muerte ocurrió tres días después. El certificado de defunción declaró aquel suceso como un infarto.

Engañar nunca se me había hecho tan fácil como en su velorio; la tristeza parecía ser la única emoción que me embargaba.

Poco después me esperaba una casa en el condado de Forsyth, comprada con parte de los ciento cincuenta mil dólares. Ahí mismo conocí a mi siguiente víctima: Randy Thompson.

Desde inicios de 1993 hasta finales de 1998 tuve dos hijos con él, incluso compartimos un departamento. Hasta que las cosas se empezaron a poner tensas entre nosotros, Thompson decidió vivir en otro apartamento. Aun así, solíamos salir juntos. Una de esas noches, en su departamento, después de una velada de vino y música, comenzó con mareos e insoportables dolores de cabeza.

Randy no mejoraba. Los vómitos no cesaron y el dolor aprisionó su cuerpo. Ya sabía cómo actuar: disfrazar aquel líquido en mi “té dulce”. Su último té.

Falleció esa misma noche, mientras yo cuidaba a mis hijos. Al día siguiente recibí otro certificado de defunción con los mismos detalles que el de mi anterior pareja.

Lo siguiente fue mi arresto. El culpable fue el periódico. La primera en enterarse fue la señora Kathryn Turner, cuando leyó el anuncio fúnebre de Thompson. No le fue difícil encontrar la “casualidad” de las muertes: a su hijo le había ocurrido lo mismo años antes.

La pena fue de muerte, pero tras varias apelaciones fue cambiada a cadena perpetua sin libertad condicional.

Morí abandonada y envenenada por mano propia.

@l_ilith13

Últimas noticias

Más leídas

Más artículos