Le cuento, hipócrita lector, que alguna vez incursioné en el mundo de la pedagogía. Estudié una Maestría en Docencia Universitaria porque, cada vez que le explicaba a alguien cómo hacer algo, todo le quedaba claro y con buen sabor de boca. Me soltaban la frase: “Deberías ser maestra”.
Les tomé la palabra.
Y lo disfruté. Mi formación estaba pensada para dar clases a universitarios, y así lo hice durante un breve tiempo en escuelas privadas. De nuevo, los mismos comentarios: que tenía vocación, que se notaba la entrega. Y yo, muy modestamente, también lo pensaba.
Pero ya sabe usted, hipócrita lector: la vocación no siempre compensa el salario.
Y los sueldos para maestros en escuelas privadas, sinceramente, no daban ni para los marcatextos.
Entonces me animé a hacer el examen de oposición en la SEP. Lo pasé.
Y con eso, me despedí de mis alumnos universitarios porque me mandaron —sin opción, sin mapa— a un pueblito lejano llamado Ixcaquixtla, a dar clases a niños de secundaria.
No, no es lo mismo dar clases a jóvenes de 18 o 20 años en la ciudad que a niños de 12 a 15 en un pueblo. La diferencia es abismal.
De entrada, me topé con algo que me rompió el ánimo: la deserción.
Chavitos que preferían cuidar chivos antes que estudiar. Problemas de aprendizaje sin atender. Bullying. Acoso. Tristeza.
Todo eso que una intenta remediar, pero que se te escapa de las manos.
Me involucré. Incluso fui a casa de un alumno que dejó de asistir. Quería convencer a sus padres de que lo enviaran de nuevo. El niño no quería estudiar porque le costaba trabajo entender, y los papás —con una mezcla de negación y resignación— lo dejaron seguir con su “trabajo de campo”.
Lo llevaron tres días a asesorías especializadas que, cabe destacar, estaban ¡a una calle de la escuela!
Después, cancelaron el apoyo.
Se me hizo un nudo en la garganta. Sí, por el niño, y también por los adultos que decidieron ignorar lo evidente.
Me esforcé. En muchos casos.
Y, casi siempre, el obstáculo no era el alumno.
Eran los padres.
Los que se negaban, los que no querían ver, los que preferían tapar el sol con un sombrero.
Terminó mi contrato en Ixcaquixtla. Directivos y padres de familia hicieron una petición para que me quedara. Agradecí el gesto.
Pero también tenía mi otro trabajo: el periodismo.
De lunes a viernes me despertaba a las cuatro de la mañana para llegar al pueblo, y de regreso trabajaba en el camino. El cuerpo no daba más. No podía seguir con ese ritmo.
Dije que no, pero lo dije con cariño.
Me reasignaron a San Francisco Totimehuacan, que se supone forma parte de la ciudad de Puebla, pero le juro, hipócrita lector, que parecía territorio olvidado: calles de terracería, transporte escaso y problemas distintos.
Allí ya no eran chivos: eran embarazos adolescentes, drogas, alcohol.
Y de nuevo comprobé que, muchas veces, el problema no eran los niños… sino sus casas.
Intenté resolver muchos casos, esta vez con menos entusiasmo. Porque una también se desencanta cuando del otro lado no hay el mínimo esfuerzo.
Y le repito: los niños y niñas no eran el problema.
Era el entorno.
El abandono.
El silencio.
La indiferencia.
A eso súmele usted la burocracia. Me pedían los trámites más absurdos, como si una tuviera tiempo extra para imprimir, sellar y entregar formatos mientras lidiaba con padres ausentes, tareas sin hacer y trabajos dobles.
Ahí fue cuando mi temple dijo basta.
Y decidí no seguir en la SEP.
A lo que voy, hipócrita lector, es a dos cosas:
La primera: muchos padres creen que las escuelas existen para educarles a los hijos y ellos ya no tienen que mover un dedo.
Cuando la escuela está para enseñar, sí, pero los valores, el respeto, la estructura… eso viene de casa.
Y cuando no viene, se nota. Se nota mucho.
¿Y cómo les explicas eso? ¿Cómo haces que entiendan que no basta con las fotos de festivales ni las boletas firmadas?
¿Cómo les dices que un psicólogo no es sinónimo de locura, sino de ayuda?
Ser maestro, en este país, es dar clases no solo al alumno, sino también a sus padres.
Y eso cansa. Es un doble trabajo por el que solo te pagan uno.
La segunda: la burocracia es el tiro de gracia del sistema educativo.
Después de todo lo que enfrentas en el aula, con los alumnos, con las familias… todavía hay que llenar formatos, programaciones, estadísticas.
Y eso, lo confieso, me rebasó.
Tiré la toalla con la SEP.
No así con la docencia.
A veces me dan ganas de volver a dar clases, más como hobbie que por necesidad. Porque, aunque me duelan muchas de las cosas que vi, no quiero que se me olvide aquella frase que me marcó:
“Qué buena maestra eres.”