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martes, junio 17, 2025

A propósito de la FENALI 3

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Así fue como Librerías Ángeles se convirtió en un pilar fundamental en mi formación intelectual y humana. Quien la recuerda, lo hace siempre con cariño, pues irradiaba un espíritu amable y sincero. Allí no sólo desfilaban el arte y la cultura, sino también personas nobles, buenas —y, en ocasiones, algunos de los episodios más oscuros de mi vida. Era apenas una niña, pero eso lo dejaremos para otra columna, mi estimado e hipócrita lector.

Con el paso de los años fui creciendo y, con ello, aumentaron mis visitas a las librerías. Muchas veces lo hacía a regañadientes de mi madre, quien pasaba horas entre libros. A ella no le gustaba que me expusiera; temía por mí. Y con razón: cuando tenía apenas 9 o 10 años, tomaba mi bicicleta y pedaleaba desde la casa que compartía con Tere y Magda —personajes previamente mencionados— hasta la librería, recorriendo alrededor de seis kilómetros. Hoy, con la perspectiva que da el tiempo, entiendo los riesgos de aquella travesía solitaria.

Pero qué dicha era llegar a la Avenida 1312, a ese edificio antiguo, de finales del porfiriato. Entrar y escuchar obras de Richard Strauss, de Bach, de Tchaikovsky —su Cuarta Sinfonía, en particular. Y nunca olvidaré los domingos: entrar puntualmente a las 9:30 a.m., cuando todo era quietud y armonía, mientras sonaban Las cuatro estaciones de Vivaldi de fondo.

Ese universo —el de los libros, la música, la palabra— no solo cultivó en mí un gusto profundo por la cultura, sino que se convirtió en un refugio, en un mundo paralelo al “real”. Un mundo donde también habitan personajes reales, como M., quien me ha mostrado la nobleza de ese entorno. A través de su generosidad, he recibido no solo conocimientos que hoy conforman lo que soy, sino también una profunda conexión espiritual. Lo admiro con cierta devoción: a sus 70 años, sigue siendo un soñador, un apasionado que contagia entusiasmo y alimenta el alma.

Trabajé, aprendí. Descubrí cómo se debe tratar un libro: desde la delicadeza con la que se limpia, cómo se abre una caja sin dañar su contenido, hasta la forma de gestionar negocios en el mundo editorial. Con el tiempo, y gracias a esas herramientas, logré capturar un poco de la esencia que tanto admiro de M., quien con firmeza cuando fue necesario, pero sobre todo con paciencia, me mostró no sólo ese mundo, sino su mundo. Me lo ofreció con generosidad, la misma que hoy vive en mí, en lo más profundo de mi corazón.

Gracias a todo ello, logré escapar de algunos verdugos que me tenían atrapada —quizá de forma inconsciente. Y digo “algunos” porque no siempre se puede huir de todos; hay quienes deben ser desencriptados con los años. De eso trata también la vida.

Hoy quiero agradecer públicamente a M., a quien cariñosamente llamo “papá”, y quien en el mundo literario es mejor conocido como Mauricio Alarcón, uno de mis más grandes mentores.

Gracias por tanto.
Y gracias también, hipócrita lector.

 

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