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miércoles, octubre 1, 2025

Vine a México porque me dijeron que acá vivía un gobernante: un tal López Obrador

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“El poder puede llegar a ser un canto dulce, pero también deja un vacío cuando se apagan las luces y se cierran las puertas”

 

Mi pueblo me lo dijo. Y yo les prometí que vendría a verlo en cuanto él terminara su mandato. Les apreté sus manos en señal de que lo haría, pues el pueblo estaba muy esperanzado en sus políticas públicas, y yo en un plan de prometerlo todo.

“No dejes de ir a visitarlo -me recomendaron. Se llama de este modo y de este otro. Estamos seguros de que te va a recibir y le va a dar gusto conocerte”. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirles que así lo haría, y de tanto decírselos se los seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos frescas.

Todavía antes me habían dicho:

-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darnos y nunca nos dio… El olvido en que nos tuvo, cóbraselo caro.

-Así lo haré.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Andrés Manuel. Por eso vine a México.

Era ese tiempo de la toma de posesión, cuando el aire de octubre sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las elecciones.

El camino subía y bajaba: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja.”

-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

-México, señor.

-¿Está seguro de que ya es México?

-Seguro, señor.

-¿Y por qué se ve esto tan triste?

-Son los tiempos post elecciones, señor.

Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi pueblo; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió el pueblo suspirando por México, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ese pueblo miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: “Hay allí, pasando la frontera norte, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve México, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.

-¿Y a qué va usted a México, si se puede saber? -oí que me preguntaban.

-Voy a ver a mi presidente contesté.

-¡Ah! – dijo él.

Y volvimos al silencio.

Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, bajo la luna de octubre.

-Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá contento de ver a alguien después de tanto tiempo que nadie viene a verlo por aquí.

Luego añadió:

-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas.

-¿Y qué trazas tiene el expresidente, si se puede saber?

-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Andrés Manuel.

-¡Ah!, vaya.

-Sí, así me dijeron que se llamaba.

Oí otra vez el “¡ah!” del arriero.

Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.

-¿A dónde va usted? -le pregunté.

-Voy para el centro, señor.

-¿Conoce un lugar llamado México?

-Para allá mismo voy.

Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.

-Yo también soy de México -me dijo.

Una bandada de zopilotes pasó cruzando el cielo vacío, emitiendo sus siseos y gruñidos.

Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.

-Hace calor aquí -dije.

-Sí, y esto no es nada me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a México. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.

-¿Conoce usted a López Obrador? – le pregunté.

Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de esperanza.

-¿Quién es? -volví a preguntar.

-Un rencor vivo -me contestó él.

Y dio un golpetazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.

Sentí el retrato de mi pueblo guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si el también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que pude conseguir.

Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único que había visto en forma panorámica. La gente decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque afirmaban que los retratos eran fantasmas que permanecían en el tiempo, que ya no eran los de entonces.

Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que el expresidente lo reconociera.

-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Ciudad de México. Ahora voltíe para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltíe para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Ciudad de México, de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada.

Y fue gobernado por él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Andrés Manuel. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?

-No me acuerdo.

-¡Váyase mucho al carajo!

-¿Qué dice usted?

-Que ya estamos llegando, señor.

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