El obradorismo es un estado anímico; una expresión de identidad personal.
Si bien, en términos programáticos se ha definido a Morena como un partido político de “izquierda”; en los hechos, las mayorías sociales de nuestro país —mismas que aprueban y simpatizan con la gestión del gobierno federal—, no asumen directa o indirectamente postura ideológica alguna.
Menos aún, el radicalismo teórico de izquierda.
El pueblo de México no piensa ni habla en términos de marxismo práctico o de la revolución comunista.
Sí habla y sí piensa en relación con el aumento salarial, el incremento exponencial de las pensiones y becas, la mejora general de su situación económica, y cómo eso permite acceder a circunstancias de las cuales estaban privados:
Comprar carne o lácteos con mayor frecuencia; incluso, el disfrute y ejercicio del derecho humano a la recreación: tomar unas cervezas o comprar cajetillas de cigarros con el apoyo económico recibido.
El obradorismo se sintetiza en la congruencia de la narrativa y del hecho real. En la certeza popular de que el presidente cumple lo que promete, y ese cumplimiento se refleja en la vida individual —en sentido colectivo— de la sociedad mexicana.
Ciertos trasnochados no entienden esta ecuación.
Hablan de bases y apelan a las bases morenistas, siendo ellos élite partidista.
¿Cómo pueden ser base quienes viven en lujosos penthouses? ¿Cómo pueden ser base quienes hacen del nepotismo una forma de militancia?
Se llenan la boca de lugares comunes, de afirmaciones endebles: Dicen que ayudaron en la construcción del movimiento, que son unos imprescindibles del puritanismo revolucionario.
¿Cuántos votos aportaron en sí mismos para los triunfos electorales del pasado? ¿Cuántos aportarían si encabezarán las eventuales candidaturas?
La lógica electoral de todo partido político es la de la búsqueda del triunfo.
El triunfo electoral se construye y contabiliza en forma de votos.
Siguiendo este silogismo, el resumen lógico dicta que por el bien de todos primero los votos.
Serán los votos los que gesten —o no— el multicitado plan C.
Serán los votos —o no—, los que permitan seguir llevando al plano constitucional la garantía de los programas sociales.
Serán los votos —o no—, los que permitan la materialización de las grandes reformas que pavimenten la solidez del segundo piso de la transformación.
Serán los votos —o no—, los que permitan que el presupuesto público mantenga el enfoque redistributivo actual.
¿Qué debe priorizarse?
¿Ganar con los actores políticos que garanticen el triunfo y mantener la tendencia de política pública actual?
¿Perder con la seudo izquierda burguesa que reza los postulados —mal interpretados— de Marx y en los hechos homenajea a Milton Friedman?
Finalmente, compartir la reflexión que el vocero jurídico de facto de la doctora Sheinbaum (exministro Arturo Zaldívar), hizo recientemente en una de sus frecuentes participaciones en entrevista con Ciro Gómez Leyva.
Ciro, intrigante como suele serlo, encaraba al exministro la complejidad de alcanzar el fin último del plan C: la mayoría calificada en el Poder Legislativo.
El exministro Zaldívar, con impecable lucidez, puso el símil en el Pacto por México y las reformas estructurales que logró aprobar el expresidente Enrique Peña Nieto, aún con la ausencia de mayoría calificada en cuanto a su instituto partidista.
Arturo Zaldívar comentó que la prioridad era el mayor número de votos reflejados en el mayor número de curules. Y después, la construcción de mayorías…
Es decir, las alianzas político electorales que no logren concretarse previo a los comicios, deberán germinar ya en el ejercicio de gobierno.
Lo que no se sume hoy, será sumado mañana.
Quizá eso no le guste a la seudo izquierda. Pero el pueblo de México no piensa en función de ello. Piensa en función de su bienestar; independientemente si las letras que forma la sopa conjuguen Marx o Keynes.
El pueblo de México lee y leerá: López Obrador y Primero los Pobres.
No primero la izquierda.
Peor aún… la izquierda boutique.