Para mi única asesora, con mi alma.
La depresión suele encontrarse como un estado innato e ineludible
de la juventud contemporánea. La modernidad líquida derrama
consigo una felicidad imperceptible.
El tránsito de la juventud a la adultez se consagra con un caminar
repleto de llagas. El suelo quema cada paso asentado.
Personalmente he nadado en dos albercas deprimentes. El primer
clavado fue la muerte de mi padre. El segundo (de una plataforma más
alta) el fallecimiento de mi mamá.
En un pestañeo, mi familia de tres se convirtió en una familia de dos.
Un par de pestañeos después, esa familia dejó de existir.
La adultez (y las responsabilidades propias de ella) llegaron para no
irse. No había donde reposar el rostro (ni las cargas) ni silueta para
abrazar la incertidumbre.
Aparecieron —como caídos del cielo— dos ojos cargados de verde.
De verde tono piedad, con una tenue y brillosa fuerza. Esos ojos me
observaron y en ello empezó la sanación. El acto de sanarse a sí mismo
también se convierte en un hecho de acompañamiento colectivo.
Las circunstancias, encarnadas en el paso de los días, nos colocaron
en lados distintos de la mesa. Los ojos verdes enrojecieron y las manos
que proveían calefacción empezaron a enfriar.
¿A quién se llama para curar al curandero?
Es llamar al 911 pidiendo auxilio y que el teléfono resuene en el bolsillo del herido.
La oscuridad absorbe e impide ver lo que hay del otro lado del puente.
Yo pude verlo, pues dos ojos verdes fungieron de linterna.
Ahí sigue estando la luz.
Alúmbrate lumbrera, la medicina se encuentra dentro de ti.