Dicen que la mano que mece un movimiento sea del país que sea, de la dimensión que sea, es también la encargada de reconfigurar el tablero. No importa si el ajedrez se juega en la BUAP o en el corazón de un régimen, siempre hay quienes operan en las sombras. Como estudiante con una mirada aguda sobre el panorama universitario, he aprendido a distinguir los fuegos que arden en la noche. Está el fuego amigo, que quema con la traición. El fuego enemigo, que acecha desde el otro bando. Y el fuego inútil, ese que solo genera risas: el fuego del protagonismo desmedido.
En estas reconfiguraciones de poder, algunos liderazgos emergen con fuerza, otros caen como castillos de naipes. Pero hay quienes nunca buscan la luz del escenario. Históricamente, la Facultad de Medicina ha sido la chispa de los movimientos estudiantiles en Puebla, mientras que la de Derecho, siempre estratégica, ha servido como antesala de negociación con Rectoría. Su ubicación en Ciudad Universitaria y la presencia de los perfiles más influyentes jóvenes, académicos, administrativos la convierten en un bastión clave en cualquier alzamiento.
Sin embargo, esta vez, la Facultad de Derecho se quedó en la sombra. Mientras escribo estas líneas, reflexiono sobre su falta de convocatoria, su ausencia de organización. Se reunían en asambleas interminables, pero nunca llegaban a ponerse de acuerdo. Sus discursos carecían de legitimidad porque no tenían un objetivo claro. No hubo intentos serios de acercarse a la dirección; la lucha, en realidad, se desvaneció en una pugna de egos antes de convertirse en un movimiento real.
En contraste, Medicina tuvo una estructura más firme. Su exdirector nunca abrió las puertas a los estudiantes, lo que los forzó a luchar con más cohesión. En Derecho, en cambio, faltó ese combustible que enciende las revueltas. Antes, figuras como el infame Nito Pug se encargaban de calentar los ánimos, de reprimir y atacar como estrategia de contraataque. Una estrategia torpe, sí, porque lo único que lograba era avivar las llamas en lugar de sofocarlas. Pero ahora ya no hay represores visibles. Solo grupos dispersos, batallando por un terreno abierto, donde el que mejor construya sus cimientos podrá sostenerse.
¿Qué queda cuando el fuego se apaga? Queda la burocracia. Queda el reclamo de trámites más ágiles, la exigencia de mayor presupuesto para mejorar servicios básicos. Nada que ver con las luchas de poder de antaño. Nada de rebeldía.
Y así, la Facultad de Derecho, que en otras épocas fue un tablero de maniobras políticas, esta vez se deslizó como mantequilla. Sin líderes capaces de organizarse, sin profesores con la voluntad de dar la batalla, sin siquiera una lectura cuidadosa de los estatutos para plantear una destitución real. No hubo lucha, ni resistencia ni conspiraciones. Solo un escenario de negociación donde la guerra nunca llegó a estallar.
Bendita Facultad de Derecho. Benditos estudiantes que, por primera vez, ignoraron a los oportunistas políticos y decidieron, aunque sea por esta vez, buscar el verdadero bien del sentir universitario.