Mi vida terminó entre el musgo y el ambiente húmedo del bosque, mientras mi cuerpo despedía los gases de putrefacción a tan solo 400 kilómetros de mi verdadero hogar, donde había crecido con dos padres amorosos, quienes me mantuvieron en un entorno sano en el cual me inculcaron la fe.
Cada vez antes de comer agradecía a Dios por mi familia, nuestra salud, y en esos últimos días también pedía para que todo saliera bien en clases. Pues iniciaría mi próximo año escolar, aunque no fue exactamente lo que ocurrió.
Recuerdo el primer día de clases cuando mis piernas temblaban ligeramente al mismo tiempo que tronaba mis dedos debajo del pupitre. No es que fuera asocial, ni mucho menos me consideraban parte del grupo de los raros, pero ¿a quién no le dan nervios entrar a otro grado? Miré alrededor y, afortunadamente, aquellos síntomas desaparecieron al reencontrarme con mis amigos, aunque no pude evitar desviar la mirada hacia otro grupo de chicos.
Eran tres; no recordaba haberlos visto antes. Parecían pasar desapercibidos por los demás, algo que me hacía sentir un leve vacío por dentro. No soportaba ver a grupos solitarios. Mis amigos me describían como muy amable, exactamente por eso: porque ellos nunca se atreverían a hablarles debido a su mal aspecto, que no era común en nuestro pequeño pueblo (Arroyo Grande).
Habían pasado unos días y comenzaba a llevarme con aquellos adolescentes, mientras mi propio grupo se alejaba de mí. Al parecer, no les daban confianza los tres chicos. Se llamaban Jacob Delashmutt, de 16 años; Royce Casey, de 17, distinguido por su cabello largo; y Joe Fiorella, de 15, de mi misma edad. Yo creí que le gustaba.
De vez en cuando íbamos al bosque simplemente a platicar y pasar el rato, aunque muchas veces no comprendía muy bien su pasión por el metal. Ellos mismos habían formado su banda, algo que no me agradaba del todo, sin embargo lo respetaba.
Ciertamente Joe estaba interesado en mí, lo que con el tiempo se volvió una obsesión combinada con drogas, una mala interpretación de las letras de Slayer, satanismo e ignorancia. Lo que lo llevó a tomar decisiones erróneas, y no solo a él. Los otros dos chicos, manipulados por Fiorella, también serían responsables de terribles actos.
Joe ya tenía el plan: un sacrificio humano. Según su interpretación de dos canciones de Slayer: “Post Mortem” y “Dead Skin Mask”. La primera hablaba de necrofilia y la segunda del asesino Ed Gein. Aquellas letras habían formado en su mente la idea de un asesinato en nombre del diablo. Según él, un sacrificio humano de una chica virgen les daría fama a su banda Hatred.
Por supuesto que no era cierto, pero no había nadie cerca de ellos que los guiara e impidiera el crimen. Eran los rechazados, los vulnerables ante una sociedad que no les abría un buen camino.
Yo no quería ser así. Sabía que eran chicos, sí, ciertamente confundidos, pero al fin y al cabo adolescentes que necesitaban un grupo para socializar. Me gustaba empatizar con los “raros”, aunque, claro, también la curiosidad me ganaba.
Una noche de julio recibí la invitación de la muerte disfrazada de una llamada: Fiorella y Delashmutt me ofrecieron probar marihuana. Algo que me daba emoción y esa sensación en el estómago cuando sabes que estás haciendo algo mal.
En el momento en que mi pie se plantó sobre el suelo, saliendo secretamente por la ventana, me replanteé si todo esto era correcto, si quizá debía regresar con mi familia. No, quería probar algo distinto. Entonces caminé junto a ellos, aún sintiendo una ligera sensación de náuseas y convenciéndome de que nada iría mal.
A paso veloz nos dirigimos a un eucalipto, me enseñaron a fumar y todo iba “normal”. Nada extraño; incluso hablamos, reímos. Todo iba excelente hasta el momento en que Delashmutt dijo necesitar ir al baño. No pasaron siquiera segundos cuando se quitó el cinturón y se abalanzó sobre mí. Sentí la presión sobre mi cuello, mientras gritaba desesperada y pedía a Dios que me ayudara o que todo aquello solo fuera una alucinación.
Y de pronto sentí las punzadas de algo filoso, quizá un cuchillo. No sabía de quién defenderme: todos me atacaban. Tampoco sabía identificar si el dolor venía de mi cuerpo siendo violentado o del dolor de la traición y la ingenuidad de confiar en mis supuestos amigos.
Gritaba una y otra vez el nombre de Dios, de mi padre, de mi madre, hasta que mi voz se fue apagando. El sudor me envolvía. No podía hacer nada más que jadear y caer al suelo. Sólo los árboles presenciaban aquel engaño, el pasto percibía mi sangre tibia y los chicos observaban mi lenta y tortuosa muerte.
Ocho meses después, la culpa alcanzó a Royce. Ya no quería formar parte de la banda. Asistía a la escuela, reía y hacía las actividades que yo nunca volvería a hacer. Cada noche recordaba mis gritos de auxilio, hasta que decidió salir de su anterior culto y confesó el asesinato a un clérigo.
Su confesión los dirigió a mi último lugar con vida, de donde mis padres me rescataron para darme cristiana sepultura. Su dolor fue inmenso, pero al mismo tiempo hubo cierto descanso en su alma, pues después de tantos meses sin saber sobre mi paradero, por fin tenían un lugar para orar por mí.