A muchos políticos y líderes sociales los matan a periodicazos. Esta expresión es, ahora, más frecuente y cada día más real. “Calumnia que algo queda”; “cuando el río suena, es que agua lleva”, decían los abuelos. Ciertas o falsas, muchas informaciones en los medios masivos de comunicación son arma efectiva para denigrar o eliminar. Claro, también hay las que reconocen o sólo informan.
Pareciera que el “debate público”, ese enigmático espacio que algunos controlan, se aprovecha más para filtrar unas informaciones, ficción o mentira, media realidad o de perversa interpretación a las que se da contexto para construir una tenebra que motiva daños, separación y controversia, así sea temporal, cuyos costos sufridos por la víctima, van más allá del tiempo que se lleve aclarar. Finalmente, el perjuicio se logra.
Los medios de comunicación se encargan de multiplicar los efectos. Los reporteros y columnistas –algunos–, a veces construyen enormes edificios de interpretación que son sembrados por sus fuentes con intenciones más allá del mero contenido informativo.
Y, en medio de estas circunstancias, los hipócritas lectores absorbemos, utilizamos, defendemos o atacamos verdades parciales en debates familiares o vecinales que, sin darnos cuenta, nos acostumbran a vivir una cultura proclive al escándalo, hecha por información y análisis cuya intención favorecen a alguien que mantiene oculto su rostro.
Es muy tenue la línea que separa la información de la publicidad o la propaganda, positiva o negativa.
El debate público por eso siempre es un problema de ética y moral colectiva. Quienes promueven el escándalo como medio para captar lectores o ganancias, lo agrandan. Quienes lo prefieren, también. Lo sabemos. Pero también, el hipócrita lector sabe que muchas veces en el fondo de la información hay una verdad que es útil sacar a la luz pública.
Por eso el periodismo de hoy es difícil y riesgoso. Demanda profesionalismo y honestidad que no siempre son apreciados por los hipócritas lectores o los actores del liderazgo social. Al contrario, es perseguido y eliminado cada día con mayor frecuencia.
Lo grave de esto es que todos necesitamos abrevar en la información en el análisis y en las cifras que provee el ejercicio diario del periodismo. Necesitamos confiar en sus contenidos; no hay mejores fuentes que el periodismo porque muy pocos pueden investigar y obtener conclusiones directas.
En la vida diaria, los reporteros y los analistas enfrentan serias presiones para manejar contenidos. Los conflictos de intereses amenazan su honestidad, integridad y valor. No todos, es cierto, tienen capacidad de resistir y enfrentarlos.
El periodismo de hoy es diferente al de otros años. El reportero identificaba la información, la seguía, la compartía. Ahora parece que es al revés. Enormes cantidades de información –falsa y cierta, honesta o malintencionada– persiguen al reportero, al analista. No son los hechos o los compromisos futuros los que integran los contenidos, son las intenciones, las oportunidades, las manos que mecen la cuna para dirigir la construcción de los criterios individuales y colectivos para calificar y decidir.
Cosas de una sociedad líquida donde todo es líquido. Cosas de una sociedad donde las verdades son efímeras y desechables y donde, también, ninguno es inocente ni ingenuo.