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martes, octubre 15, 2024

Patriarcas

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En el ejercicio del poder público, las etapas históricas se suceden en congruencia con la capacidad de control. El poder real se diluye y desgasta con el tiempo y con las consecuencias del mismo ejercicio.

Ninguno puede detener esa inercia.

El presidente en una nación, o su equivalente, sabe que las fechas de inicio y término de su mandato son cuchilla imparable. Por eso, desde su primer día construye condiciones que le permita “alargarlo” en su posibilidad de “poder”, cuando por ley y tiempo ya no pueda o ya no deba “poder”.

Por muchos, en su imaginaria condición de servidor y en su sana tentación de mandar, ha pasado la idea de reelegirse o quedarse un tiempo más allá del que le concedió la votación recibida.

Pero para eso se necesitan muchas condiciones y competencias que no son ni factibles ni legales, menos morales.

Acatar la ley, obedecer la voluntad electoral y procurar el registro histórico, dentro de las posibilidades más adecuadas para el recuerdo de su persona, son entonces conductas y contenidos públicos de su actuar, aunque en sus pensamientos persista como condición de la lujuria propia de quien se autocalifica indispensable para el bien de los demás, la posibilidad de alargar el poder controlar la vida colectiva.

En México lo hemos resuelto con la casi obligada creación de los patriarcados políticos, a los que periodistas y narradores convierten en históricos.

El “ex” reconstruye las limitantes de la ley, en esa figura del padre experto, maduro, que ha logrado construir una red de seguidores, que abreva en sus orientaciones para poder continuar su obra y por supuesto magnificarla.

Se integra una histórica cadena de mando que se hereda en correa de transmisión del mismo, por una “autoridad moral” que se establece entre todos para no salir del liderazgo y que se pretende perpetuar mediante la consulta al patriarca o porque así lo sugiere el patriarca.

El patriarcado es una institución viejísima en la historia de la humanidad, que se transformó en dinastía real justificada, en una divina designación de la sucesión al trono y que mutó, a una sucesión democrática, aceptada y medible, solo en un periodo corto.

Las excepciones las conocimos como dictadura o tiranía que, por cierto, no han sido pocas.

La historia reciente en nuestro país comienza desde la enorme preocupación del dictador Porfirio Díaz, que no podía dejar el poder, porque no encontraba a quién dejárselo y desde la artificial conciencia de no estar capacitados para la democracia.

El modelo, hasta para la enseñanza, tipificó en el Maximato Callista el arquetipo de la extensión tolerable, por benéfica, del poder del expresidente hasta donde otro presidente lo permitiera.

Y así lo hizo Lázaro Cárdenas, lo reiteró Luis Echeverría y Carlos Salinas de Gortari. Cada uno con sus propias variantes, pero en el fondo, el mismo poder de trascender mandando hasta donde más lo permitiera el tiempo y sus circunstancias y, por supuesto, la sabiduría personal, más allá del molde del estilo personal.

Ese viejo patriarca al que debemos consultar para no equivocar la senda del progreso o el bienestar o para no para desviarnos del contenido esencial de nuestra democracia, ni eliminarle su eterna capacidad de “insuficiente”, “inacabable”; menos caer en el error de torcer el rumbo de la historia.

A ese viejo modelo se enfrenta ahora el mismo López Obrador, en la antesala de su, legítima, legal y conveniente para sus propias convicciones, retirada del primer plano del poder público, pero no así del poder real.

Todos los que han ejercido mando justifican su normal tentación de alargar su presencia en la vida política argumentando que es parte de su responsabilidad histórica y política asegurarse de que el poder del pueblo quede en las mentes y manos más adecuadas.

Así lo hicieron todos los anteriores presidentes con “el tapado” hasta que López Obrador inauguró en su propia persona la nueva etapa de “los destapados” y lo ha hecho ya, con las tres “corcholatas” que destapó para que, dentro de estas tres, los mexicanos simples mortales, tengamos el privilegio de escoger a su sucesor, que por lo visto será sucesora.

El presidente está en ese siempre difícil tránsito, parecido al que Jesús soportó y venció en el desierto, que ha evadido el canto de las sirenas de una reelección, que muchos pensaron posible, menos él.

En eso anda ahora el líder, que lo es plenamente, el presidente, que lo es plenamente y el mortal inteligente, que lo es plenamente, que ya tiene que ocuparse por ratos en ver el registro que la historia hará de su paso en la vida de la nación y en superar sus propios miedos de convertirse, como se convertirá, en el nuevo patriarca de la nación.

Y López Obrador lo hará, en un modelo patriarcal diferente, totalmente diferente, del patriarca que preocupó y ocupó la mente de Gabriel García Márquez. Lo hará con la fuerza de una inteligencia que no huirá de la historia, porque supo evadir cualquier molde de dictadura, porque nunca será ni sabia ni justa.

Eso sí, iniciará su patriarcado con la fuerza de sus ideas que, sabiamente no arrasaron con todas las instituciones útiles, ni provocaron rompimientos. Ha continuado con tradiciones institucionales, para poner en riesgo la siempre frágil democracia que sugiere que el dedo de la dedocracia siga vigente. Bueno, con variantes, porque a diferencia de sus antecesores, no nos dio un tapado, nos ha dado tres destapados y un nuevo concepto político: “corcholatas” que sirven para tapar y destapar.

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