La inseguridad en todos los sentidos da identidad real a las sociedades contemporáneas. Es, lamentablemente, una verdad autosostenible que constituye uno de los retos ineludibles de toda la organización social.
Los de ahora somos ciudadanos del miedo, consecuencia, también inevitable, de la inseguridad. El miedo es un síndrome de la sociedad líquida en cuya inestabilidad y rapidez de cambios, construye decisiones que lejos de darnos seguridad, objetivo consciente, nos aloja en la fatalidad del destino de los miedos a todo: a perder lo que se tiene, a no obtener lo que no se tiene, a perder la posibilidad de tener o a comprobar la capacidad de no poder tenerlo.
Quienes mandan en la sociedad de ahora saben que los miedos de cada uno son la percepción y la consecuencia lógica de la inseguridad y la incertidumbre, su compañera inseparable. Reconocen también que no hay estrategias remediales eficientes, para acabar la inseguridad y con ella disipar los miedos.
Pero han descubierto que trasladar esos miedos al coraje colectivo y ubicarlos en el reconocimiento de la impotencia son energías, propicias para el control ideológico de las decisiones colectivas. Sobre eso construyen los imperios de una versión rentable en términos de poder que nos aleja de estrategias para eliminar la inseguridad, al contrario, la institucionalizan.
Confirman también el combate a la inseguridad como uno de los requisitos básicos de toda estrategia de gobierno, pero la reconocen inacabable porque la inseguridad no es expresión de una sola forma. No es el miedo a perder la vida en la calle solamente, es a perderlo todo o a no ganar nada. Lo que es peor, a seguir igual, es decir sin nada.
En los preceptos de la teoría clásica de la política, eliminar la inseguridad en los ciudadanos era una responsabilidad fundamental. Las versiones emergentes, ahora, prescriben lo contrario. Utilizarla como medio para construir una solidaridad específica que basa la posibilidad de sus resultados en confirmar los miedos y hacerlos sustento de polarización entre los mismos ciudadanos, a quienes, de paso, constituyen en causantes directos de la misma inseguridad.
Estas ideas no son nuevas. Muchos jalones radicales en la historia contemporánea de la humanidad han sido construidos sobre los supuestos de una realidad del caos a la que hay que multiplicar, no eliminar. Lo novedoso es confirmarlas para siempre, como un supuesto de buen gobierno.
No es cinismo aceptar que la inseguridad es inseparable del todo social. Es una decisión consciente, la que nos empuja a aceptarla como el eterno enemigo, invencible, porque es como el virus, muta, se acomoda, se adapta, a cualquier evolución de la sociedad y nos da pretextos o razones para actuar bajo estrategias de gobierno que poco hacen, realmente, por eliminar la inseguridad y con ella los miedos y la incertidumbre.
Nos hacen creer que es mejor estar separados porque juntos ha sido imposible, buscando y encontrando en la contradicción en la polarización de impotencias e incapacidades individuales y grupales, la razón de la misma inseguridad. No son los gobiernos incapaces de eliminar la inseguridad y la incertidumbre, somos los mismos ciudadanos. Administrar los miedos y asegurarlos fuente de enojos y venganzas es ahora supuesto de gobiernos que nos invitan a pensar que así somos, y así seguiremos siendo.