Hoy inicia otro cónclave, y tanto fieles como no creyentes estaremos pendientes de sus decisiones. Aunque la Iglesia Católica Universal no es la que cuenta con más fieles, sí es la de mayor influencia en el debate global. La honestidad, la franqueza y la pertinencia de Francisco le han devuelto liderazgo moral.
En la política global, a todos interesa saber quién continuará —o borrará— los caminos que Francisco ha dejado señalados. Los católicos deseamos que los cardenales no se equivoquen, que sean ejecutores de la voz del Espíritu Santo, no de las debilidades humanas ni de los privilegios de la soberbia.
Hay pontificados que administran, otros que preservan, y algunos, como el de Francisco, que abren puertas. No para que todos entren, sino para que nadie quede fuera. Juan XXIII sigue vigente.
El de Francisco ha sido un pontificado cuya sabiduría nace del sufrimiento. Encarnó la misericordia. Habitó las periferias. Escuchó a la Iglesia y rescató algo que la modernidad había dejado atrás: la capacidad de conmoverse, en una sociedad cada vez más superficial y atrapada en la soledad digital.
Su propuesta ha sido una Iglesia que acompaña, que dialoga, que se deja afectar por la realidad. Una espiritualidad que no huye del mundo, sino que se sumerge en él. Pero también ha abierto desafíos. Lo que viene caminará entre riesgos de polarización y fricciones, internas y externas. Las tensiones entre sectores conservadores y progresistas se han acentuado durante su papado, y la elección de su sucesor podría agudizar aún más esta división.
El dilema es claro: si el próximo Papa mantiene o intensifica la línea reformista, la Iglesia podría quedar atrapada en un debate constante y una polarización que desestabilice sus estructuras. En cambio, si se opta por una restauración doctrinal, muchos fieles y líderes progresistas lo verán como un retroceso inaceptable, tanto en lo pastoral como en lo social. El riesgo de fricciones internas y de pérdida de relevancia en el mundo moderno sería alto, en un contexto cada vez más alejado de las enseñanzas tradicionales.
Sin embargo, el mundo está ahí y no espera adaptarse a las decisiones de los cardenales.
Estos son los temas que, en las reuniones previas, los purpurados han debido analizar, más allá de la orientación que a partir de hoy decidan asumir. Como dicen algunos teólogos: hará falta una profundidad espiritual capaz de sostener la tensión entre tradición y novedad, entre unidad y pluralidad, entre lo divino y lo profundamente humano.
Lo que no podrá evadir la Iglesia son los desafíos que Francisco aceptó, porque son reales: el drama de las migraciones forzadas; el colapso ecológico; la revolución tecnológica; la sexualidad, el afecto, la identidad y la credibilidad perdida. Esto no puede resolverse sólo con oraciones. Necesitamos volver al Evangelio, no como consigna, sino como experiencia transformadora.
La mayor prioridad es hacer de la Iglesia Católica una ecclesia real, donde hablen los fieles, donde actúen los fieles, respetando el Altar, pero también afuera, en las calles, “caminando juntos”. Ah, esa “sinodalidad” ya incomoda a muchos príncipes de la Iglesia.
Finalmente, creo que la Iglesia no necesita un gerente, ni un teólogo brillante encerrado en sus libros. Necesita un líder. Alguien que sepa, como lo supo Francisco, que no basta con custodiar la fe: hay que contagiarla con ternura y transformarla en hechos misericordiosos.