Explicaciones hay muchas; razones, no.
En el manejo de la economía y, en especial, de los precios de las mercancías y los servicios abundan los argumentos y las congruencias con el sistema productivo y sus decisiones, pero no con la economía de las familias.
En estos días soportamos una nueva pandemia, la del aumento generalizado de precios, que ya impide a cualquier presupuesto todas las capacidades de compra. Ahorro, Inversión, para la mayoría de las familias son sueños muy lejanos.
Los precios altos golpean a las familias más pobres, a pesar de que muchas de ellas reciben significativas entregas de dinero mensuales, provenientes de los programas oficiales de bienestar. Lamentablemente integran la mayoría de la población y paradójicamente son las que menos aportan a la creación de la riqueza nacional.
La inflación pega, en segundo lugar, a las de ingresos pequeños, que por ser las económicamente productivas se tragan orgullo y coraje.
Las de más altos ingresos también se quejan. Su capacidad de compra también ha disminuido considerablemente.
La realidad negativa en los precios se integra a un panorama nacional nada fácil de resolver, en un contexto nacional de recelo, desconfianza y culpa, hacia los que producen algo en medio de una campaña electoral, la más importante de estos tiempos, y frente a graves rezagos y pendientes en salud, empleo y seguridad.
La desconfianza en quienes pudieran invertir para producir no es producto sólo de una estrategia. Es también una incapacidad real, poco leal a la economía nacional. También es cierto.
La intervención del gobierno en la economía no ha generado los espacios amplios para que haya más posibilidad de crear empleos pagados y sostenerlos en un periodo largo.
Opera en mucho la inercia. Nunca será la mejor receta de los economistas.
Parece por momentos, también hay que decirlo, que a las organizaciones productivas sólo les ocupa la relación comercial y su rentabilidad individual, inmersas también en las exigencias de inversión y competitividad que la automatización, la digitalización y la globalización les impone bajo amenaza de salir del mercado.
Son tiempos de tiburones y las empresas sólo asumen responsabilidad social relativa. Piensan, actúan, entendiéndola solo en la disposición de productos y servicios, pero no a precios soportables.
Cada quien para su santo, diría la expresión coloquial.
La verdad es que, como siempre, los de en medio soportan, por un lado, las justas presiones de los más pobres, y por otro, las severas condiciones de los de más elevados ingresos.
Así iremos a las elecciones. Inconformidades sobre el empleo, los precios y los salarios. Incertidumbre sobre seguridad, ese fantasma que no se ha podido cancelar. Incapacidad para atender salud, alimentación, educación y vivienda.
No se puede tampoco ser pesimista. La realidad no da tiempo para ello.
A poco más de un año que termine el actual gobierno, la confianza electoral se sostiene en más del 60 por ciento hacia el Presidente, de quien esperan mayores soluciones. Pero el tiempo es verdugo y nos mantiene, aún, eso es lo importante, en la esperanza de que esto se corrija.
El Presidente avanza a contrarreloj. Sus ideas claras y firmes son garantía, es muy cierto, pero las condiciones no son fáciles.
Tenemos un Presidente fuerte al que nadie, por bien de todos, quiere le pase nada en su salud.
Pero los precios no bajan y de persistir serán un ingrediente inevitable para ir a votar.
Con la fuerza del Presidente López Obrador, producto de un amplio respaldo popular, ninguno debiera equivocarse. Eliminar los precios altos será una motivación para votar por su partido.
Signos de la esperanza y la fe en un hombre y una transformación a las que muchos volverán a darle otra oportunidad.