Durante seis largos años, el gobierno de la 4T y la Iglesia católica mexicana caminaron por caminos paralelos, con una distancia respetuosa y un entendimiento apenas perceptible. En este primer piso del régimen de López Obrador, ambos parecían mantener su independencia: la Iglesia desde su silencio reverente, y el gobierno desde su indiferencia hacia lo religioso. Pero esta separación no resistió mucho tiempo. Cuando los dos poderes, tan influyentes y enraizados en el tejido social, comenzaron a sentirse perseguidos por críticas que los alcanzaban desde todos lados, la distancia ya no fue suficiente para protegerlos. Para algunos, la crítica venía del silencio cómplice, el “no complicidio”, y para otros, del rancio laicismo que empezaba a polarizar aún más la opinión pública. A los dos lo que los unía también los condenaba: su pasado, el pasado que aún los perseguía.
Fue un presidente no católico, por primera vez en este siglo, quien gobernó una nación eminentemente católica. Pero lo sorprendente fue que, a pesar de esa ruptura histórica, no pasó nada trascendental. El intento de lanzar una Cartilla Moral que reflejaba una ética personalista más cercana al conservadurismo que a la izquierda tradicional de AMLO, parecía más una curiosidad que un verdadero cambio. Y es que, en un gobierno que promete innovar, siempre aparece alguien con la brillante idea de proponer un nuevo catecismo, como si la historia no nos hubiera enseñado lo que ocurrió con los experimentos utópicos de otros líderes, como Mao y su Libro Rojo. Lopez Obrador inteligentemente dio vuelta a la hoja y no pasó nada con esa cartilla. Lo que sí entendemos es que la crisis nacional sigue en el reto de no resolverse, ni con ideas antiguas, ni con promesas vacías.
Este dilema ha dado un giro inesperado: el acercamiento entre los más altos dignatarios católicos y la presidenta Sheinbaum. De repente, los mundos que parecían distantes, incluso opuestos, se encontraron en una mesa de diálogo. Ninguno de los dos se veía obligado a ceder ni claudicar, pero la conversación fue histórica, pues tocó los temas que más nos duelen a todos: la inseguridad, la pobreza, la fractura social. Y ahí, en esa sala, sin máscaras ni adornos, se vio algo que no se veía en años: un respeto mutuo. Los sacerdotes, con su cercanía a la gente, y la presidenta, con la confianza de un tercio del pueblo, se enfrentaron a la realidad de un país herido, dividido y polarizado. No se trató de un acuerdo perfecto, pero fue un primer paso para acortar distancias. Y, lo que es más importante, para entender que la situación ya no podía seguir igual. La pregunta ahora era, ¿qué salida encontrarían de este encuentro?
El resultado podría seguir tres caminos. El primero, el de superar los miedos, tanto de los obispos como de la presidenta, y encontrar un terreno común para trabajar juntos. El segundo, un camino más directo, el de hacer pública una denuncia de la inconformidad y el cansancio de los sacerdotes, y de la urgencia del gobierno por encontrar soluciones reales. Y el tercero, el más preocupante, el de que, de seguir como hasta ahora, el país necesitaría tarde o temprano una alianza entre esos dos grandes poderes, algo que en el primer piso de la 4T nunca se consideró una opción viable. Los grupos de poder no podían seguir siendo “vecinos distantes” en un país donde las heridas sociales no dejan de sangrar. Los problemas no se resuelven desde la distancia o la indiferencia. Se resuelven en la acción y en la disposición de unirse, aunque no se compartan todas las creencias.
Al final, lo que está en juego es más que política o religión. Es el futuro de un país que está pagando el precio de la desconexión entre sus instituciones más poderosas. En este sentido, la Iglesia y el gobierno deben abandonar la fachada de indiferencia y empezar a construir una relación real, basada en el respeto, pero también en la acción. Los sacerdotes, más que nunca, tienen el poder y la responsabilidad de denunciar los abusos, pero también de no alimentar más la desconfianza que ya existe hacia un gobierno que, a pesar de sus buenos deseos, sigue fallando en lo esencial: la seguridad, la paz y la unidad. ¿Será que este primer encuentro puede ser el inicio de algo nuevo? Ojalá. Pero lo que está claro es que, sin un cambio real, la esperanza se disolverá tan rápidamente como las promesas de los políticos. Y la realidad, esa realidad necia, no tiene piedad.