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viernes, octubre 18, 2024

De migrantes, manos curiosas y perseverantes

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Parte IV

¿Qué sería de nosotros sin ellos, los migrantes?

En la Universidad de Dartmouth en Nueva Hampshire, se encuentran los murales Épica de la civilización americana de José Clemente Orozco. Esta joya artística inicia con el panel Migración que muestra a un grupo de personajes corpulentos, en tonos ocre, azul y sepia, de rostros hoscos y endurecidos caminando hacia adelante. Se destacan sus manos. Poderosas, las manos. Vigorosas, con puños casi cerrados. Dotadas de tenacidad y determinación, las manos del panel Migración, como las de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras, son manos con voz propia que hablan de un coraje que requiere fuerza de gigantes.

Otro panel, Hombre en la era industrial, representa
el ideal del obrero moderno, con una boina y guantes
blancos, descansando plácido frente a una construcción. Sus manos prominentes sostienen un libro. La imagen del obrero sereno en pose de descanso, me
embiste como un fresco utópico. Surrealista. Imposible. Ajeno a las manos de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras de la zona.

Aquellos familiarizados con la obra de Orozco,
habrán notado que “las manos” son un leitmotiv
para él. El muralista tenía una fascinación por pintarlas, provistas de expresividad, de sentimiento, de denuncia, de subversión, de voz propia. Esto se
debía quizá, a que a los 19 años le fue amputada
la mano izquierda tras un desafortunado accidente.

En el libro La mano siniestra de José Clemente Orozco, el autor Ernesto Lumbreras (2015), dice que la mano es “el primer cerebro registrado en la evolución del hombre”, y la dota de vida propia como una extremidad “curiosa y perseverante”. Lumbreras enfatiza que el cerebro humano “no se encontraba en la cavidad craneana sino en esas dos estrellas de cinco puntas de las extremidades superiores”.

Las manos de Aurelio, oriundo de Veracruz, son manos de firmeza y empeño. Él lleva 17 años en los Estados Unidos, 15 en la misma granja. Aquí se ordeñan aproximadamente mil 400 vacas al día. Las jornadas son de 12 horas. “Maestro”, le dicen con cariño. Él es un veterano en cada detalle de las parlas de ordeña. Aurelio es un hombre de manos bondadosas. Es, por así decirlo, agua mansa. Las manos del “maestro” están colmadas de paciencia para enseñarle a los que llegan los malabarismos de la supervivencia en el clima inhóspito de Vermont, además de las rutinas de cuidado con el cuerpo y el trabajo. A él se la da el arte de la repostería. Las muchas veces que lo he visitado, incluso en su único día de descanso, sus manos están inquietas, lavando la ropa, cocinando, preparando los más deliciosos postres para compartir: pan de elote, pastel de zanahoria, flan de rompope. La panadería es uno de sus talentos. El mejor pastel tres leches de mi vida lo he comido de manos de Aurelio.

Las manos de Aurelio endulzan las jornadas extenuantes de trabajo de sus compañeros. Manos que hablan del progreso como resultado del sacrificio. De sus tres hijos en México, dos son universitarios. Para él todo ha valido la pena con tal de proporcionar casa y educación a los suyos. Aurelio comenta que en la granja donde vive ha tenido jornadas de trabajo de hasta 80 horas:

“A eso vinimos, a trabajar. Estados Unidos brinda
esa oportunidad de progreso. El primer paso para
mí, fue comprar un terreno y construir una casita
allá en México. Me crucé por Chihuahua. Tardé
más de un mes. En mi grupo éramos nueve y una
mujer. De día no se avanzaba mucho por las canijas
temperaturas. Además, uno está más visible. Nos
pusimos cachuchas y ropa de camuflaje. Atravesar
el desierto de Arizona es lo más duro. Pasamos tres
días con sus noches caminando. Siempre alerta de
los helicópteros para escondernos en los matorrales
donde encontrábamos animales peligrosos; escorpiones, coyotes, víboras de cascabel. Se nos agotó el agua. Sólo teníamos ocho galones en total. El agua
es oro. Aquí entendí su valor. La mujer que venía en
nuestro grupo se falseó el pie, así que la íbamos cargando, pero al final ya no cruzó”.

Para Aurelio, el sacrificio más grande es no estar
con la familia; “la presión con la que vivimos, el
perder la libertad. Vivimos siempre con miedo”. Sus
manos tienen voz de trabajo: “para mí son el esfuerzo, la provisión para los míos”.

Aurelio es mi amigo, con frecuencia le pregunto
que cuándo regresa a México y siempre me dice “el
próximo año maestra”. Llevo cinco años escuchando esta respuesta.

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