Rosalía Pontevedra
Si hay un personaje legendario, de cuya vida se sabe muy poco, pero que de su obra magnífica conocemos algo más a pesar de la erosión de los siglos, es Arquímedes. No se trata de un relato maravilloso, protagonizado por seres fantásticos, divinos, sino de hechos que han asombrado a generaciones enteras, elucubradas por una mente humana privilegiada.
Cuenta el político, filósofo, escritor y notable orador romano, Cicerón, que no podía creer que los siracusanos ignoraran, incluso negaran, la existencia de Arquímedes, apenas 137 años después de su asesinato durante la caída de la antigua colonia griega independiente, acosada entre 214 y 212 antes de nuestra era (a.n.e.) por las legiones romanas en el contexto de la segunda Guerra Púnica contra Cártago.
Nombrado cuestor (una suerte de fiscal) en el año 75 a.n.e. en Lilibea, Sicilia, dada su amplia cultura, Cicerón había leído y escuchado leyendas acerca de un hombre sui géneris nacido en aquel brazo de tierra insular siciliana que por el lado sureste se incrusta en el mar Jónico.
Es muy factible que conociese los escritos del historiador griego Polibio, quien setenta años después fue el primero en referirse a los sucesos bélicos que condujeron al trágico deceso de Arquímedes. Así dio inicio la leyenda que, por sus alcances en la vida humana, por su trascendencia en el tiempo, tiene visos míticos.
Según Cicerón, Arquímedes, sexagenario ya, había encargado a sus amigos y parientes que colocaran sobre su sepulcro un cilindro con una esfera circunscrita en aquél, agregando por inscripción la razón del exceso entre el sólido continente y el contenido. Se dio entonces a la tarea de encontrar la tumba perdida, cosa que consiguió tiempo después, al husmear entre las malezas que cubrían parcialmente tumbas antiguas de la ciudad, cerca de la Puerta de Agrigento.
Ordenó limpiar el sitio, amonestó a los señores principales por su conducta desmemoriada y los obligó a rendirle honores. Maestro de la retórica, al exhibir su lamentable omisión, les echó en cara con amarga ironía que fuese él, un oriundo de Arpino (pueblo en la actual Lacio), y no ellos, quien se haya dado a la tarea de rescatar la memoria del brillante defensor de su ciudad, alguna vez la más docta de la Grecia antigua.
Esto demuestra que Arquímedes se consideraba a sí mismo un matemático sobre todo, no un ingeniero como es conocido entre muchos. Parte de la leyenda sugiere que el siracusano inclusive despreció la petición de escribir un manual de sus inventos.
La versión más popular de su homicidio cuenta que, en medio de la venganza por la férrea, prolongada defensa del sitio, y la rapiña desatada, un centurión se aproximó al patio de la casa del matemático, quien había dibujado varias figuras geométricas en la arena, y le ordenó levantarse en calidad de detenido.
Arquímedes era consciente de que la suerte estaba echada; no había tiempo a perder. Lo estaba aprovechando intentando resolver algún problema verdaderamente importante, así que lo mandó a freír espárragos con la frase:
Noli turbare circulos meos, esto es, “no te metas con mis círculos”.
Acto seguido, el centurión desenvainó su espada y lo espetó, como si tratara de ensartar una sardina más.
Otra versión, anotada por el historiador de la Grecia Antigua Plutarco de Queroneas en sus conocidas Vidas paralelas, supone que Arquímedes deseaba salvar sus documentos más valiosos, pero en su huida fue descubierto por un piquete de soldados, quienes al ver cajas de finas maderas y metales brillantes creyeron que llevaba joyas y dinero, por lo que lo pasaron a cuchillo, a pesar de que, en ambas versiones, se asegura que el general que tenía a su mando el asalto de Siracusa, Marco Claudio Marcelo, había dado órdenes expresas de que se lo capturara vivo.
He aquí otra versión legendaria, según la cual Arquímedes debía ser retenido en su casa hasta la llegada del general romano. Escrita en el siglo XX por el escritor checo, Karel Capek, bajo el título de La muerte de Arquímedes en su libro Apocryphal Stories (1920), relata el supuesto encuentro del matemático con un centurión letrado y ambicioso, de nombre Lucio, quien ya calculaba lo bien que le iría si lograba convencerlo de acompañarlo a Roma como su invitado de honor.
Arquímedes, por su parte, estaba seguro de que en el momento en que aceptara su tentadora oferta, Marcelo lo encadenaría y exhibiría en la capital del Imperio como trofeo de guerra. Lucio se apresura a ensalzarlo, afirmando que sin sus ingenios mecánicos Siracusa habría caído en un mes; en cambio, gracias a él, había resistido dos años.
“¡Mi admiración!”, exclamó Lucio.
Podemos comprender el desdén en el gesto de Arquímedes, dada su pasión por las matemáticas puras y su desprecio por las cosas mundanas, ingenieriles, que debía uno enfrentar de la mejor manera posible, haciéndolo con sabiduría, sin tratar de rehuir la realidad, pero sin una gota de emoción.
“Son meros juguetes”, respondió Arquímedes.
Lucio insistió, deseaba con vehemencia que Arquímedes cediera ante sus cantos de sirena.
“No se ofenda, pero no estoy interesado en las riquezas y poder que me ofrece; tengo algo realmente trascendental que atender ahora, si me permite…”, dijo el siracusense, regresando a sus papeles.
El centurión, exasperado, los aventó, mientras le decía:
“¿Qué es eso?”.
“¡Eh!”, replicó aquél, “¡tenga cuidado con mis círculos, representan el método de calcular el área de un segmento de un círculo!”.
Más tarde el centurión Lucio reportó a sus superiores que el talentoso ingeniero militar de nombre Arquímedes había sufrido un penoso accidente en el camino.
Poco conocida es la contribución de Aldous Huxley a la leyenda; en efecto, este novelista británico escribió entre 1922 y 1930 cuatro relatos cortos con el título de El joven Arquímedes. No versan propiamente sobre la juventud del matemático en la Antigüedad, pero en particular el primero de ellos evoca su figura mítica.
Sucede a principios del siglo XX, cuando una familia británica adinerada renta una casa de campo. Una familia de campesinos es dueña de una parcela contigua a la casa. Ambas familias tienen un niño de la edad, Robin y Guido, por lo que los chicos empiezan a convivir. Con el paso de los días los visitantes se dan cuenta de que el campesino es un genio de la música y, sobre todo, de la matemática. Determinados a educarlo, los padres de Robin, quien narra la historia, le regalan los libros de Euclides a alguien que empieza a adiestrarse para la vida adulta, tanto intelectual como emocionalmente, y parte de ese entrenamiento implica aprender a calcular con números y símbolos.
Lo que sí tiene que ver con la juventud del propio Arquímedes fue su probada estancia en Alejandría, donde conoció y trabó amistad con dos ilustres estudiosos, el astrónomo Conon de Samos y el polímata Eratóstenes, este último conocido por haber calculado la circunferencia de la Tierra con asombrosa precisión, considerando que no contaba con otro medio más que la observación de su entorno próximo y remoto, aunado al razonamiento matemático.
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Ciertamente la anécdota más famosa es la que da constancia de un Arquímedes locuaz, distraído y genial, todo un clisé más propio de épocas tardías. El monarca de Siracusa le ha encomendado al más fino orfebre de la región fundir una corona con determinada cantidad de oro y la plata. Está satisfecho con su trabajo, empero su intuición lo lleva a pedirle a su pariente, el ingenioso Arquímedes, que, sin destruir la bella pieza, vea si el artesano no lo ha timado.
¿Cómo hacerlo sin fundir el objeto? Un buen día, al tomar un baño de tina, reparó en algo que había visto una y otra vez, pero en lo que no se había detenido a reflexionar: Debido a la resistencia que el agua presenta cuando uno se sumerge en el agua, el cuerpo parece que pesa menos, hasta el punto en que, en determinado momento, flotará. Así, se dispuso a pesar la corona en el aire y en el agua; la diferencia confirmó el engaño al demostrar que cada material posee su propia densidad, por ejemplo, el oro y la plata.
La leyenda dice que salió saltando por la calle, desnudo, gritando: “¡Eureka!”, es decir, “¡lo hallé!”. El cartabón de un genio absorto en una realidad distinta, ajeno a la vida cotidiana, es insostenible, por fortuna, gracias a que varias de sus obras han llegado hasta nuestros días.
En ellas nos demuestra cuán conectado estaba con la realidad de un universo cuantificable, que puede ser rellenado con una cantidad finita de granos de arena. Dicho de otra manera, por muy inmenso e inescrutable que parezca la realidad que nos circunda, es factible llegar a conocerla.
Vale la pena aclarar que entre las distorsiones de esta leyenda hay una, según la cual Arquímedes intentó calcular el número de granos de arena que hay en el universo. No es así, pues eso sería absurdo, en realidad lo que hizo fue encontrar el número de granos que colmarían el espacio que constituye el universo si estuviera lleno de arena.
Una de sus diversas aportaciones a las matemáticas fue un método para calcular el número pi. Sin embargo, su obligado interés por todo lo mundano lo llevó a inventar un cilindro de metal, dentro del que había una hoja también metálica en forma de caracol. Se hacía girar a mano semejante tornillo con el fin de llevar agua de partes bajas a sitios más altos.
La versatilidad de su pensamiento, tanto teórico como práctico, es un homenaje a sus amigos de Alejandría Conon de Samos y Eratóstenes, a quienes dedica y menciona en obras que lograron conservarse. Sin duda, el joven Arquímedes se propuso ser como su ídolo Eratóstenes, un polímata consumado, pues le dio coherencia teórica a la hidrostática, estudió y aclaró la naturaleza de diversos cuerpos geométricos, y al mismo tiempo inventó la catapulta, la polea compuesta y los espejos cóncavos.
Como parte de la leyenda se le atribuyen inventos fantásticos, entre ellos un dispositivo de gigantescos espejos de aumento que podían orientar los rayos solares a fin de quemar naves enemigas. Hay quienes piensan que el mecanismo de Anticitera fue ideado por él. Tal ingenio, considerado la primera computadora analógica, se halló en las costas de la isla griega del mismo nombre; mediante su operación pueden calcularse eclipses, las posiciones del Sol, la Luna y los planetas conocidos en ese entonces.
A partir del siglo XVIII varios pintores se ocuparon de representar la escena de Cicerón ante la tumba de Arquímedes. Comienza a surgir así el personaje mítico, pues los artistas tomaron como referencia un sepulcro todavía existente en la necrópolis de Groticcelli, pero que no conserva los restos del matemático.
En la actualidad pueden verse los señalamientos para los turistas que deseen conocerla, aunque los expertos aseguran que se trata de un noble romano enterrado allí unos 200 años después de la muerte de Arquímedes. También hay quienes quieren creer que la pequeña tumba encontrada dentro de un acogedor hotel ubicado en la calle Necropoli Groticcelle, el Panorama, contiene sus restos. Pero, una vez más, los arqueólogos opinan que es más probable que se trate del sepulcro de Agatocles, tirano de Siracusa entre 317 y 289 a.n.e. Y la leyenda continúa.
Rosalía Pontevedra
Escritora de ciencia, radica en Madrid.