Robert Macfarlane ha escrito una vez más no solo un libro, sino una invitación a imaginar distinto. ¿Está vivo un río? es una indagación poética, jurídica y espiritual en torno a la posibilidad —cada vez menos metafórica— de considerar a los ríos como entidades vivas. A través de travesías por Ecuador, la India y Canadá, Macfarlane documenta no solo el caudal físico de estos cuerpos de agua, sino los cauces más profundos de las culturas que los rodean, las leyes que los protegen (o los ignoran) y las memorias que arrastran.
En el bosque nublado de Los Cedros, en Ecuador, Macfarlane explora la inclusión constitucional de los Derechos de la Naturaleza. Acompañado de biólogos, activistas y habitantes locales, describe cómo los ríos no solo se estudian o se defienden, sino que se escuchan: son coautores, no meros objetos de estudio. En India, el río Adyar ofrece el contrapunto brutal: antaño sagrado, ahora asfixiado por desechos y desdén, encarna la ruptura entre reverencia y devastación. Finalmente, en Canadá, el autor se adentra en el Mutehekau Shipu (río Magpie), al que se le ha concedido la personería jurídica, reconociendo su derecho a existir, fluir y ser respetado.
Lo que distingue a Macfarlane de otros cronistas ambientales no es solo su erudición, sino su sensibilidad. Su prosa, densa de imágenes y ritmos, nunca se limita al diagnóstico. En cada página late una pregunta ética: ¿qué perdemos cuando un río muere? ¿Y qué ganamos —como civilización, como especie— si admitimos que los ríos sienten, sufren, recuerdan? La visión antropocéntrica, sostenida durante siglos por el racionalismo occidental, se resquebraja en estos relatos donde el derecho, la cosmología indígena y la ciencia empiezan a hablar un idioma común.
En medio de la crisis climática global, este libro no ofrece consuelo, pero sí dirección. La propuesta de dotar a los ríos de personalidad legal puede parecer utópica o simbólica, pero Macfarlane demuestra que ya es una realidad en ciertos lugares del mundo. No es tanto una metáfora poética como una estrategia jurídica que invierte el lugar del ser humano en la cadena de valor ecológica. El río ya no es un recurso: es un vecino, un testigo, incluso una víctima con derecho a demandar.
Uno de los aciertos más notables del libro es su capacidad para entrelazar registros diversos —el ensayo filosófico, la crónica de viaje, el relato científico y la meditación poética— sin sacrificar profundidad ni ritmo. Macfarlane no se limita a describir los paisajes; los escucha y los transcribe como si fueran lenguajes vivos. En el capítulo dedicado al río Adyar, por ejemplo, logra convertir una escena de aguas negras, residuos plásticos y abandono institucional en una elegía coral, donde cada elemento del entorno —desde los pájaros hasta los químicos flotantes— parece reclamar su derecho a ser narrado. Esta polifonía convierte el libro en algo más que una denuncia: es una obra de escucha radical, de restitución simbólica, en la que los ríos son sujetos narrativos con voz propia.
Más allá de lo legal o lo filosófico, el libro se adentra en terrenos espirituales. La pregunta sobre si un río está vivo se convierte en un espejo sobre nuestra propia vitalidad y desarraigo. En sus viajes, Macfarlane recoge rituales, cantos y creencias que revelan una antigua familiaridad entre humanos y cuerpos de agua, ahora erosionada por el industrialismo tardío. El río como dios menor, como abuelo o como guía, no es mera superstición, sino una tecnología afectiva, una pedagogía de lo común. Al restituir esa mirada, el autor sugiere, quizás podamos sobrevivir al colapso ecológico con algo más que cinismo o cifras.
Un momento particularmente revelador para los lectores ocurre cuando Macfarlane contrasta la arrogancia extractiva de Occidente con la humildad relacional de muchas cosmovisiones indígenas. Mientras que el lenguaje técnico busca clasificar y dominar, muchas lenguas originarias no tienen una palabra para “naturaleza” porque no conciben una separación entre humanos y ríos, entre montañas y abuelos. Este giro epistemológico es quizás el núcleo del libro: si cambiamos el modo en que hablamos del agua, cambiaremos también el modo en que la tratamos.
¿Está vivo un río? no ofrece respuestas definitivas, pero sí abre un espacio para una conversación urgente y profunda sobre los fundamentos éticos y ontológicos de nuestra relación con el mundo natural. Es un libro que exige una lectura lenta, no por dificultad, sino por respeto: a sus ideas, a su belleza y, sobre todo, a aquello que corre bajo sus páginas como un río subterráneo —una esperanza tenue, pero persistente, de que aún estamos a tiempo de escuchar.