Regreso a Hipócrita Lector con esta nueva columna, complacido. A todo escritor le llega un momento en que sus temas y sus materiales al fin coinciden y es capaz de plasmar algo verdaderamente auténtico. Es quizá lo que ocurrió con Bolaño en Los detectives salvajes, más a los de que su novela como toda empresa total esté destinada al fracaso productivo. Mientras tanto puede haber años o décadas dolorosas en las que se está buscando ese matrimonio entre los temas, las verdades interiores y no se tienen aún los recursos para expresarse del todo.
A eso es a lo que llamo resistencia de materiales jugando con el título de Timochenko para los ingenieros. La carga viva y la carga muerta, por ejemplo, son tan importantes en un puente como en una novela. Vargas Llosa llamó al proceso exorcizar los demonios. Pero ese ejercicio de autoanálisis no es suficiente, apenas el comienzo. De hecho, el escritor es quien menos sabe cuáles demonios han sido volcados en la página, la literatura no es psicoanálisis.
En ocasiones es un problema con el diálogo, que no suena creíble, a veces puede tratarse de un exceso de descripción o de un ritmo que no coincide con lo contado. Todo eso es pura técnica. Otras veces, y he allí el verdadero asunto, no deja vivido lo suficiente o no se ha trabajado en el vacío y el abismo lo suficiente para poder contarlo. Hay poetas como Rilke que necesitaron muchos años para contar lo que habían visto en el abismo, se arrojaron digamos con paracaídas y otros como Rimbaud que se arrojaron sin protección y vivieron para contarlo, así fuera brevemente antes de desaparecer en Abisinia. Este oficio está inherentemente maldito.
Así que a veces en estas páginas as bucearemos en la literatura, pero muchas otras veces en la vida, que es el único material que importa al escritor, así lo haya transformado del todo. Y la vida está en lo trascendente, pero también en lo aparentemente irrelevante, en lo cotidiano, la gran enseñanza de Tolstoi mientras pensaba y luego escribía Guerra y paz. Sofía Tolstoi cuenta en su diario cómo al terminar de leer Un viaje sentimental, Lawrence Sterne, Lev se asomó a la ventana, asombrado por lo que ocurría en la calle: “Ahí viene un panadero. ¿Qué tipo de persona será? ¿Cómo será su vida? Allí atrás corre un carruaje, ¿quién vendrá dentro? ¿A dónde irá sin pensar en nada particular? ¿Quién vive en esa casa de más allá? ¿Cómo será la vida dentro de ella? ¡Qué interesante sería describir estas cosas, que interesante libro podría resultar de ello!”
Nosotros en estas páginas estaremos entonces asomándonos por la ventana, preguntándonos cómo es la vida de quienes están del otro lado de las cortinas. Y para eso hay que correr las cortinas, entrometerse, arriesgarse. Michel Leiris decía que la literatura debía asumirse como una tauromaquia, como algo peligroso y el escritor debería aceptar que la vida puede coronarlo y herirlo. Solo así puede escribirse algo trascendente. Stendhal escribe: “Joven muerta asesinada a mi lado”. Tolstoi escribe: “Después de la ráfaga caí y me raspé”. No son frases banales. Son la banalidad de la guerra y la vida. No explican y, sobre todo, no exageran. “Los heridos se apelmazaban en grupos de dos o tres. Aquí y allá se escuchaba un lamento. O un grito ahogado”. Nosotros contemplaremos la política, ese mal necesario, como parte de esa batalla cotidiana por el sentido.
Y siempre estaremos rodeados de literatura, como nuestro querido y añorado Sergio Pitol. “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios”, escribió Sergio Pitol en su fabuloso libro El arte de la fuga, La subsiguiente descripción de su modo de vida en sus años finales en Xalapa, cerca de sus libros, su música y su perro Sacho no revelaban a un hombre que se había cansado del viaje (de hecho ese es el título de su siguiente libro memorístico), sino a alguien que se detuvo para escucharse, aunque supiera que detrás sólo exista el misterio. La literatura, afirma una y otra vez Pitol es una conquista del espíritu, del hombre tolerante. La relación del escritor con el poder es, así, siempre un malentendido insoluble, una traición del pacto entre hombre y palabra. Y la traición a la literatura puede ser terrible: “Cuando se le hace trampas, cuando siente que se la utiliza para usos espurios, su venganza suele ser feroz”.
Escritura, la segunda sección del libro, incluye varias de las páginas más memorables del ensayo mexicano. Pitol se refirió al oficio de narrar en círculos concéntricos que aludían a algunos de sus escritores preferidos -Mann, Faulkner, Dostoievski, por ejemplo. “Como Tolstoi, escribe Pitol, puedo sólo escribir sobre lo que he vivido. Mis narraciones han sido un cuaderno de bitácora que registra mis movimientos. Un espectro de mis preocupaciones y momentos felices y desafortunados, lecturas, perplejidades y trabajos”. Eso no hace necesariamente que la experiencia se transforme en hecho estético. Se requiere, nos dice Pitol, del estilete de la literatura. O en nuestras palabras, de sopesar, jugar y encontrarse una y otra vez con nuestros materiales y su resistencia.