El cierre de campaña de Donald Trump ha dejado en claro que su mensaje político ha sido sustituido por una sucesión de momentos bizarros y desvaríos incomprensibles. Durante uno de los últimos Town Halls, evitó cualquier tipo de debate sustancial bailando durante más de 40 minutos, una actuación que parecía más un intento desesperado de distraer que de conectarse con los votantes. Entre sus excentricidades más recientes, Trump habló absurdamente sobre el tamaño del miembro del fallecido golfista Arnold Palmer, un comentario que no tenía ninguna relación con la política, pero que, como gran parte de sus intervenciones, solo sirvió para degradar la seriedad de la contienda electoral.
Este comportamiento errático y sin filtro ha sido su estrategia final. Insulta indiscriminadamente: a sus oponentes políticos, a periodistas, a votantes distinguidos, e incluso a figuras importantes del ejército, mientras insinúa que los militares deberían “hacerse cargo” si la izquierda radical llega al poder. Sus comentarios recientes sobre que los migrantes traen enfermedades y que las mujeres que lo acusan “no son su tipo” son solo la punta del iceberg de un torrente de misoginia y racismo que ya no pretende ocultar.
Lo más alarmante es cómo, al parecer agotado, ha cancelado numerosas entrevistas y actividades proselitistas en las últimas semanas de la campaña. Ha preferido, en lugar de debatir o responder preguntas críticas, realizar eventos sin sustancia y rodearse solo de aquellos que lo adulan. No ha promovido activamente el voto, un hecho que refleja no solo la fatiga de su campaña, sino una desconexión total con el proceso democrático.
Mientras tanto, Kamala Harris sigue defendiendo el poder del voto y la democracia en cada uno de sus eventos, apelando a la ciudadanía para que se movilice en defensa de las instituciones y los valores que han definido a Estados Unidos. Su mensaje es simple pero contundente: el poder reside en la gente, y el voto es la herramienta más importante para preservar la democracia.
Lo inexplicable es cómo, a pesar de esta diferencia abismal en mensajes y comportamientos, las encuestas siguen mostrando un empate técnico entre ambos
candidatos. Aún más preocupante es que en varios estados bisagra, Trump parece ganar terreno. Se trata de un hombre que ha sido encontrado culpable de violación y fraude, y que enfrenta múltiples casos criminales. Sus críticos han señalado que este es el mismo hombre que incitó una insurrección el 6 de enero, y que muy probablemente ha compartido secretos con Vladimir Putin y otros enemigos de Estados Unidos.
Lo que esto revela es un preocupante nivel de degradación moral en la sociedad norteamericana. Trump no solo ha sido un fraude, sino que ha traicionado la confianza pública y ha mancillado las instituciones democráticas. Sin embargo, sigue siendo
aclamado como un héroe por millones de personas que parecen estar dispuestas a ignorar sus delitos y su peligrosísima retórica. ¿Qué dice esto sobre el estado de la política estadounidense y el valor que se le da a la democracia? El Partido Republicano se ha corrompido hasta la médula, aceptando sin pestañear el caos que representa Donald Trump. Lo que en cualquier otra campaña habría sido un escándalo suficiente para hundir a un candidato, en el caso de Trump ha sido normalizado gracias a una táctica insidiosa conocida como sanewashing. Esta estrategia convierte los peores comportamientos y declaraciones del expresidente en algo supuestamente aceptable
o hasta trivial, minimizando las atrocidades de su administración y los peligros de un segundo mandato. Desde las revelaciones del libro Guerra de Bob Woodward, que expusieron la cercanía de Trump con Vladimir Putin y las preocupaciones de los altos mandos militares sobre su capacidad de liderazgo, hasta lo que realmente opina Mitch McConnell, quien en privado lo ha tachado de incompetente y peligroso, el Partido Republicano ha optado por el silencio cómplice. Los generales que trabajaron junto a Trump también han mostrado su desdén por su falta de disciplina y su tendencia a anteponer sus intereses personales a los de la nación, pero en público, la lealtad al partido ha prevalecido sobre la defensa de la democracia. Esta degradación moral en el liderazgo republicano ha permitido que un hombre con un historial criminal y ético tan sombrío continúe siendo el abanderado de su partido, sin oposición interna significativa.
El contraste entre Trump y Harris no podría ser más nítido. Mientras uno destruye, la otra construye. Mientras uno baila en medio del caos, la otra insta al país a unirse para preservar la democracia. Sin embargo, la posibilidad de que Trump regrese a la Casa Blanca está más cerca que nunca, lo que sugiere que Estados Unidos se enfrenta no solo a una crisis política, sino también a una crisis moral cuyas consecuencias serán palpables más allá del 5 de noviembre.