En México, mayo y junio son meses que reafirman la filiación. El Día de la madre y el Día del padre apelan a los sentimientos y la consciencia, además del consumo hábilmente inducido por la mercadotecnia. Son fechas en que se fortalece un vínculo ascendente/descendente derivado de un hecho biológico, de un acto legal o de la convivencia si extendemos el concepto. Una mutua responsabilidad con su vertiente legal que culturalmente no se puede dejar pasar y, por lo general, se festeja. Un día más que otro, algunos dirán.
Pero ¿Qué pasa cuando el papá y la mamá ya no están? ¿Qué queda cuando se van? ¿Qué se puede hacer o decir desde la orfandad? Escribir, confiar en las palabras. Escribir, vivir el duelo. Escribir, escarbar en el alma. Escribir, proyectar el amor al más allá. Escribir, salvar la memoria. Escribir, homenajear.
La más reciente novela de Mónica Lavín, Últimos días de mis padres, publicada por Planeta (2022), se inserta en una larga tradición elegiaca que podemos remontar, para no ir más lejos, a las Coplas de Manrique que nos recuerdan “cómo se pasa la vida”, “cómo se viene la muerte” y el harto consuelo de la memoria. Sealtiel Alatriste publicó hace algunos años Los desiertos del alma sobre la muerte de su madre y a manera de reivindicación de su vocación literaria Cicatrices de la memoria sobre la muerte de su padre. Federico Reyes Heroles publicó Orfandad en donde distingue a su padre (en el ámbito familiar) de Reyes Heroles (en el ámbito político). La lista es larga.
“Me pregunto por qué –escribe la autora de La más faulera en las primeras páginas– los escritores queremos hacer público lo privado, por qué necesitamos escribir sobre la orfandad”.
El libro se compone de dos grandes partes. La primera dedicada al padre y la segunda a la madre que hacen las veces de biografías literarias gemelas que se adentran y arraigan en las emociones de la narradora. Los nombres y fechas se reducen a su mínima expresión. Más importante que el dato es, aquí, el relato. Más que los lugares se explora el espacio. Más que con fechas, la historia se construye con momentos. Y así, palabra a palabra aflora el recuerdo, la gratitud, el sentimiento hasta caer en cuenta que “a la muerte individual hay que sumar la demolición de la pareja”.
Las vidas de los padres se encuentran y se entrelazan. Se alimentan de afecto y palabras, de hábitos, rutinas, costumbres: leer el periódico, andar en bata por la casa, fumar Raleigh, tomar café, salir. También conocen la sorpresa, la ruptura. Las repeticiones. Los encuentros y desencuentros. La intimidad y la distancia. Los enigmas y las confesiones. Los deseos que se cumplen tanto como los sueños irrealizables. Los aciertos y los errores (pero quién es uno para juzgarlos). El amor, el desamor, la reconciliación. Sonrisas y sombras. Sonidos y silencios. Secretos. Estancias y mudanzas. La casa y el hospital donde “la vida nunca es normal”.
Ambos padres “murieron en primavera” con poco más de un año de diferencia. Él, primero, a causa de una septicemia a los noventa y ella, después, de cáncer a los ochenta y seis. A ambos le entró la muerte por el cuello de lado izquierdo, a él para prepararlo para la diálisis, a ella para la quimioterapia. Ambos hospitalizados… “Mi única posibilidad de insuflar aliento y tercera dimensión a dos nombres, a dos camas, a dos cuartos de hospitales en distintos puntos de la ciudad donde les dijimos adiós es la escritura”, apunta la autora. Y añade: “sólo la escritura acerca el tacto y la voz, la del final, la de nuestro último encuentro. Es mi privilegio”.
Hay varias formas de sobrellevar el duelo, escribir es una de ellas. “Siempre necesitamos las palabras, entender los detalles y detenerlos”, dice Lavín. “Si el recuerdo no es exacto, por lo menos es el que necesito”, agrega. “Escribir es estar ahí. Es dominar el tiempo, revivir muertos; resucitar los días, algo que perdimos de vista”, concluye.
Y así, con la prosa ágil a la que nos tiene acostumbrados, con esa escritura puntual con la que indaga en la historia o cuenta pasiones inventadas, incorporando la reflexión y el humor, nos encontramos ahora con un texto íntimo sobre el declive de los padres, escrito en tiempos de pandemia como remembranza, como reconocimiento de lo que queda de los padres en los hijos, como un golpe de esperanza ante la ausencia, como una forma de “celebrarlos para no perderlos”.
Al concluir la lectura, queda honrar su memoria de los padres que han muerto. Y disfrutarlos si aún están.