Existe una relación entre lenguaje y política. Una relación discutible, no porque se dude de ella, sino porque resulta problemática, desafiante e incómoda, por un lado, necesaria y apasionante, por otro. Discutible en la medida en que se presta para el debate, el análisis, el estudio y la conversación.
Una relación que poco tiene que ver con las palabras de moda que la clase dirigente usa -ocupa, dirían en el norte- y que los huelillos o huelelillos -como se les conoce en el vulgo- repiten como letanía mientras mueven la cabeza asintiendo rítmicamente al modo de las vacas locas. Un uso que pervierte los significados, muchas veces. Pero, después de todo, el que paga manda, ¿no es cierto?, cada amo trae su discurso y la servidumbre suele ser dócil.
Una relación que va más allá del conocido vínculo palabra-pensamiento. De la pregunta por la verdad, o por la relación entre lo que se dice y lo que se hace, o por la ética de quien engaña con la verdad, o por el tipo de gente que miente sin rubor pero con seguridad. Hay para quienes engañar mediante el discurso es una virtud y la seducción les sale bien.
Al hablar de la relación entre lenguaje y política pienso más bien en los trabajos de Jacques Rancière. El año pasado leí El maestro ignorante y acabo de terminar El litigio de las palabras, un diálogo con Javier Bassas, publicado por NED en 2019, en el que a lo largo de tres capítulos -Lenguaje e igualdad, Lenguaje y emancipación, Lenguaje e imágenes- se comentan y clarifican algunos conceptos fundamentales en su obra.
Frente a las operaciones verticales del lenguaje explicativo, que separa la producción del lenguaje del sentido, se propone un proceso horizontal. “El proceso igualitario no es el que intenta colmar una brecha -comenta Rancière-, sino el que pone en cuestión la topología misma que da lugar a esa brecha”. Y en ese sentido es que el lenguaje adquiere fuerza política y se orienta a la emancipación.
Partiendo de un comentario, precisamente a El maestro ignorante, el profesor emérito de la Universidad de París VIII señala que para él, la escritura ha sido “un medio de producir un encuentro de facto de discursos heterogéneos que hablan de la misma cosa, pero que suelen colocarse normalmente en universos que no comunican entre ellos”.
Así, al hablar de la relación entre lenguaje y política, no se alude aquí a la muchas veces deplorable práctica lingüística de los políticos; sino a la política misma que entraña el lenguaje: “un arma de igualdad o, más bien, un arma en la que hay que suscitar y desarrollar la potencia igualitaria”.
Dado el tono dialógico y el contexto en que se escribe este libro, se permite manifestar su opinión sobre quienes juzgan su estilo de escritura como ilegible, complicado y elitista, por lo general universitarios y periodistas. “Pretenden asumir así la defensa de los ‘ignorantes’”, dice. Y luego acomete:
La posición académica y la posición mediática consisten siempre en asumir la defensa de los ignorantes, diciendo: usted escribe eso, pero ¿acaso la gente lo entenderá? De hecho, su pretendida solicitud con los ignorantes encubre dos cosas: la propia incapacidad de los dichos universitarios y periodistas para salir de los esquemas de lectura a los que están acostumbrados y sus prejuicios respecto a las inteligencias corrientes que consideran tan perezosas intelectualmente como lo son ellos mismos. Mi respuesta es: usted no puede saber lo que la gente va a entender. No tienen por qué anticiparlo.
Es imposible leerlo y no pensar en figuras sobreprotectoras, en los defensores -cuando no promotores y beneficiarios- del derecho a la ignorancia, la indiferencia y la apatía, en quienes lucran con la complacencia y refuerzan la dependencia de los subordinados, en quienes poco escriben y poco leen y evitan que los demás lo hagan por convenir así a sus intereses o porque la escritura misma es un poder, un gran poder. Y en la política, como señala Rancière, “a diferencia de otros tipos de actividad, es el mismo sujeto el que ejerce el poder y sobre el que el poder se ejerce”. La clave está ahí, en el lenguaje, a mi entender.