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jueves, noviembre 21, 2024

El llamado de la fraternidad

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El brillante filósofo Baruch Spinoza, establece en su Tratado Político: “En la medida en que los hombres son presa de la ira, la envidia o cualquier afecto de odio, son arrastrados en diversas direcciones y se enfrentan unos con otros […] Y como los hombres, por lo general, están por naturaleza sometidos a estas pasiones, los hombres son enemigos por naturaleza”.  

Sin embargo, es de llamar la atención que un autor considerado como subversivo y expulsado de su comunidad sea después de todo el creador de los límites del estado político. Pareciera ser el impulsor de la destrucción de todo orden, cuando es precisamente el inspirador de un orden consciente y razonado.  

Para Spinoza, el hombre se vuelve hombre, viviendo en sociedad, mirándose al espejo en el otro. Ir hacia el otro, es un acto de razón. La constitución de lo político está inscrita en el interés mismo de los hombres, que serán más hombres si reconocen que los otros, sus congéneres, son los que los hacen pertenecer a la humanidad. 

La política, en el pensamiento del filósofo neerlandés, se funda en las relaciones que los hombres razonables entablan necesariamente entre sí. Lo político no debe buscarse afuera, en una exterioridad, sino en esta razón que los define: “En la medida en que los hombres viven bajo la guía de la razón, llegan a concertarse, a entenderse, por naturaleza, necesariamente […], razón que no puede adquirirse sino mediante el trabajo de la conciencia, la que lo político deberá sacar a la luz y le permitirá ir al encuentro del otro” (ética). 

Frater es el término original del latín y de dónde la palabra fraternidad deriva. Quiere decir “parentesco entre hermanos o hermandad”. En su concepto amplio, la fraternidad universal contempla la búsqueda de la buena relación entre los hombres, con base en sentimientos de respeto, solidaridad y empatía. 

El llamado a establecer una fraternidad universal no debe limitarse a una raza, una clase, una élite, una nación o un grupo de personas. En todas partes, en todas las clases sociales, en todas las naciones, existen seres de buena voluntad, para quienes este llamado significa tener una actitud cordial y respetuosa ante la vida. 

Uno de los grandes retos de nuestra incipiente humanidad, debe de ser la superación a todo aquello que no se adecúa a nuestras normas y tabúes. Vencer la repulsión a todo lo que no conocemos; buscar entender y no juzgar al botepronto, aquello que nos es extranjero… implica ciertamente, un principio de exclusión del yo y comporta en consecuencia, un principio de inclusión del nosotros. 

Los egocentrismos y los etnocentrismos generan un muro infranqueable entre lo fraterno. Me llevaría páginas y páginas citar una enorme cantidad de ejemplos sobre las barbaries e injusticias cometidas entre los hombres. Y muchas de ellas cometidas en nombre de la fraternidad. 

La profunda indiferencia hacia el prójimo, junto con las estructuras monolíticas e inalterables de la individualidad, propician la generación de enemigos por doquier. Y la existencia de enemigos alimenta la propia barbarie y la de los otros. La ceguera mental y espiritual se posiciona como la oscura conductora en el camino de la humanidad. 

¿Cómo poder comprender la fraternidad cuando al parecer, entendimos mal la máxima del Evangelio de Jesús: “¿Chingaos los unos a los otros”, en lugar de “Amaos los unos a los otros”? 

La realidad es que si nos vamos al término literal de amar y lo trasladamos a que debo amar a mi madre como al tendero de la miscelánea o al viene, viene del estacionamiento del supermercado, o al empleado mal encarado, o al injusto y traumado jefe, se podría decir que es una misión casi imposible. 

No obstante, en algún momento descubrí algo que me hizo entender esa primicia de la fraternidad. En una lectura de hace varios años, se explicaba que la traducción del hebreo antiguo del “ama a tu prójimo como a ti mismo” tendría que haber sido más específica. Que la palabra correcta para entender ese mensaje, en primera instancia, era hablar del amor de tratamiento. Que, por supuesto, es una forma de amor. Si cambiamos el verbo tendríamos la frase “Trata a tu prójimo como a ti mismo” o “Trata a tu prójimo como te gustaría que te tratasen”. 

Ese simple cambio de verbo hace que la acción se vuelva alcanzable. Se vuelva realizable. No es mi intención hacer un tratado filosófico o epistemológico sobre el amor. Pero como colofón de esta historia me gustaría agregar que lo fundamental es “conocerse y amarse a sí mismo” como primerísima regla de la vida. Aristóteles afirmaba: “el conocimiento de uno mismo es el primer paso para toda sabiduría”. Porque nadie da lo que no tiene. O dicho sea de otra manera: “uno es lo que elige ser”. 

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Lo fraterno, aunque pudiera suscribirse a un tema emocional, tiene su fundamento racional y científico… Spinoza lo expresa con una luminosidad esplendorosa (valga el pleonasmo), pero quisiera ir más allá y con la Ciencia como mi linterna… 

 En el hermoso libro La más bella historia del mundo concurren tres eminentes científicos. Buscando hacer un esfuerzo de sintetizar algunas de los comentarios y frases que me parecen de suma trascendencia, trataré de exponer una brevísima síntesis de lo que ellos exponen y que, bajo mi humilde opinión, deja entrever la fraternidad científica que nos une. Ello, por supuesto, no exime la recomendación de la extraordinaria lectura que es ese texto. 

El primero, Hubert Reeves, astrofísico canadiense, exdirector de Investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica, la institución de investigación más importante de Francia afirma lo siguiente:  

“El espacio, en sus orígenes era un verdadero laboratorio de química. Bajo el efecto de la fuerza electromagnética, los electrones orbitan alrededor de los núcleos atómicos para formar los átomos […] Átomos que más tarde, en la Tierra, se combinarán para formar organismos vivientes. Somos verdaderamente polvo de estrellas”. 

El segundo, Jöel de Rosnay, francés, doctor en Ciencias, escritor científico, exinvestigador asociado en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) en el campo de la biología y la infografía y exdirector de Aplicaciones de Investigación en el Instituto Pasteur de París, establece en el mismo libro: 

“Hace 4 mil 500 millones de años, dentro de la continua lluvia de moléculas que riega la Tierra, existen aminoácidos y ácidos grasos. Dos moléculas, el formaldehído y el ácido cianhídrico jugaron, al parecer, un papel importante en esa época: sometidos a rayos ultravioletas, estos dos gases dieron nacimiento a dos de los cuatro fundamentos que más tarde darían origen al ADN, soporte de la herencia. En ese gigantesco caldo de cultivo que era nuestro primitivo planeta, existen ya dos de las cuatro «letras» del código genético que caracteriza a todos los seres vivientes 

En presencia de la arcilla, los famosos «fundamentos» se unen espontáneamente en pequeñas cadenas de ácidos nucleicos, formas simplificadas del ADN, futuro soporte de la información genética”.  

Nuestro cerebro, con sus tres capas: la más primitiva, la reptiliana; la segunda capa, el mesencéfalo y la tercer, el córtex cerebral, conservan la memoria de la evolución, de nuestros genes. Y la composición química de nuestras células es un pequeño trozo del océano primitivo. Hemos guardado, en nosotros mismos el medio del cual provenimos. Nuestros cuerpos cuentan la historia de nuestros orígenes”. 

Por último, Ives Coppens, reconocido paleontólogo francés, uno de los descubridores de la famosa Australopithecus Lucy, encontrada en África en los 70.   

“Hace 35 millones de años aparecen los primeros verdaderos ancestros comunes al hombre y a los grandes primates., los primates superiores. Estos grandes primates se encuentran aislados en África, lo que aboga en favor de un origen único del linaje del hombre… 

El hombre partió de un pequeño hogar africano, se expandió lentamente en África, después en el mundo entero y actualmente ha hecho una ligera incursión en el sistema solar”. 

Poseemos un origen único: todos somos africanos de origen, nacidos hace tres millones de años, y eso nos debería incitar a la fraternidad […]” 

Puede ser perturbador para unos. Maravilloso, escalofriante, sobrecogedor, estremecedor para los más. Cuando ponemos en perspectiva lo que somos y el tiempo de nuestra estancia en este pequeño planeta azul, solo nos queda ser humildes y mesurados. 

“Si comparamos los 4 mil quinientos millones de años de nuestro planeta con un solo día de 24 horas y suponiendo que este haya aparecido ala 0 horas, la vida nace a las 5 de la mañana y se desarrolla durante toda la jornada. Solamente hacia las 20 horas, aparecen los primeros moluscos. Después, a las 23 horas, los dinosaurios, que desaparecen alas 23h 40, dejando el campo libre a la rápida evolución de los mamíferos. Nuestros ancestros no surgen que dentro de los cinco últimos minutos antes de terminar el día y ven duplicar el volumen de su cerebro en el último minuto. ¡La Revolución Industrial ha comenzado hace apenas una centésima de segundo!” (Hubert Reeves). 

Después de la fase cósmica, química, biológica, estamos accediendo a la conciencia de nosotros mismos y que se vuelve colectiva. Estamos creando un macro-organismo planetario que engloba a todo el planeta. Posee su propio sistema nervioso. El Internet es un embrión de un cerebro global, creado de sistemas independientes y que relaciona a los hombres a la velocidad de la luz y ha transformado nuestros intercambios y nuestra vida. 

Es imperante encontrar la armonía entre la Tierra y la tecnología; entre la ecología y la economía. Evitar crisis, sacando las lecciones de nuestros conocimientos sobre la evolución. Comprender nuestra historia nos obliga a hacer un alto en el camino, con el trascendente objetivo de darle a la humanidad una dirección, un sentido a lo que hacemos y a lo que vivimos. Sin duda, sensatez y sabiduría, deben ser priorizadas. 

Comprender que la muerte es una lógica y necesidad de la vida. Es un fenómeno ineluctable. A pesar de todo y siguiendo el principio científico de que “la energía no se crea ni se destruye, solamente se transforma”, podríamos asegurar que, como las estrellas, al morir una supernova, engendra otras estrellas, al morir cada uno de nosotros, nuestra energía seguirá evolucionando y engendrando vida… 

Albert Cohen expresa maravillosamente la necesidad de fraternizar durante nuestra estancia terrenal: “Que esta espantosa aventura de los humanos que llegan, ríen, se mueven y luego, de pronto, no se mueven ya; que esta catástrofe que les aguarda, no nos haga más tiernos y compasivos los unos con los otros, es algo increíble”. 

Y me atrevo a decir que el poeta Hölderlin puntualiza de manera soberbia: “La conexión de lo infinito y de lo finito es, sin duda, un misterio sagrado, porque esa conexión es la vida misma”.  

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