“La democracia nació y murió en Atenas el mismo día”
Frase de uno de mis maestros de ciencia política mientras estudiaba en Sciences Po, el Instituto de Ciencias Políticas en París.
En un inicio, la confusión se apoderó de varios de sus alumnos. Incluyéndome. Comprender el trasfondo del enunciado requiere profundización y elaboración del tema. El maestro nos llevó a intensas reflexiones. Muy válidas en tiempos actuales.
Los grandes pensadores de la antigüedad desaprobaban, en su gran mayoría, la democracia. Siempre plantearon un amplio abanico de antítesis.
Platón era radicalmente hostil al gobierno popular.
Aristóteles, como lo comenté en su momento, era partidario de un gobierno aristocrático. El de los mejores, los más preparados, intelectual y espiritualmente. Aquellos que, con conocimientos y sabiduría, servirían al pueblo.
Para Cicerón, los demócratas eran aquellos que querían ser agradables a la masa. Los aristócratas eran los que buscaban la aprobación de la gente sensata.
Eurípides afirmaba: “la inferioridad de la democracia consiste en la existencia de oradores que se dirigen al pueblo, parecen estar de acuerdo con él en todo; pero solo buscan su propio interés. Hacen hoy las delicias del pueblo y mañana harán su desgracia. Para disimular sus culpas, calumnian”.
Heródoto habla del peligro de la democracia que viene del poder que tienen en ella unos oradores interesados, hábiles en la tarea de alabar.
La palabra “democracia” tuvo un uso despreciativo a lo largo de 23 siglos, prácticamente. Se desaprobaba fuertemente su uso. A partir de la caída de Grecia, durante todo el Imperio Romano, la Edad Media y el Renacimiento, la democracia estuvo en la sombra.
No fue sino hasta la Guerra de Independencia estadounidense y la Revolución Francesa a finales del siglo xviii, qué se volvió a hablar de República.
La democracia se basa en un supuesto generoso: todos los hombres son iguales. Este pensamiento honra al proyecto de sociedad que se busca construir.
Sin embargo, de entrada, la palabra “equidad”, tiene un sentido más amplio y profundo, tema ya abordado con anterioridad. Una sociedad equitativa puede ser definitivamente viable, eficiente económicamente y más justa.
No aceptarlo es asumir que la voz del sabio es igual a la del ignorante. Ambos tienen la misma libertad de expresarse. Ambas opiniones merecen ser escuchadas. Pero la opinión de un sabio es mucho más valiosa.
En tiempos demagógicos, pareciera que ambas opiniones valen lo mismo. Muchos hombres ignorantes, sumidos en la miope terquedad de sus espíritus, cuando hablan y actúan, convierten todo en una verdadera catástrofe.
Ya no hablamos y debatimos sobre los pensamientos de los filósofos griegos, sino de una tragicomedia de Molière o de Lope de Vega.
“Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado”, diría Napoleón.
O expresado magistralmente por Albert Einstein: “Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas”.
La democracia da a la gente el poder de gobernarse, pero a la vez incentiva a cada votante individual a actuar neciamente, en muchas ocasiones. Insensatamente, en las más.
La razón es que el voto como individuo no cuenta. Hay pocos incentivos para informarse, para emitir el voto basado en la verdad o en lo justo.
También existe poca disciplina y esfuerzo por cuestionarse e investigar a fondo causas y razones.
Por eso, creo es importantísimo que en una democracia existan contrapoderes. La representación es importante, indudablemente.
Pero lo más efectivo y fundamental; lo que visualiza, sustenta y concreta la existencia, a largo plazo, de las naciones es la Ley. La Constitución es el cimiento de una república que pretenda ser justa y equitativa con sus ciudadanos.
Otros contrapoderes, perfectibles, pero absolutamente necesarios, son las instituciones que sirven para proteger y enmarcar a la sociedad.
La democracia ha sido abandonada a sus instintos más salvajes. Y pareciera descomponerse desde adentro.
Hablando de pasiones ciegas y tontas, lo más peligroso sería, en afán de una búsqueda totalitaria de igualdad, dar paso a despreciar la libertad.
En aras de defender la igualdad se nos olvida de que todo mundo es diferente. El obcecado deseo de igualdad, pervierte la singularidad y libertad del ser humano.
La pasión por la igualdad puede llevar a la envidia, los celos y las ganas de dañar. Una vida económicamente activa significa la supremacía de la libertad sobre la pasión de la igualdad, destaca Ikram ANTAKi en su Manual del Ciudadano Contemporáneo.
El mundo celebra hoy las inconsecuencias e inconsistencias de una vida democrática light. Existe una vacuidad alrededor de la reflexión; de la crítica constructiva; de la conformación de una visión en común, pero respetando ideas y propuestas de los diferentes sectores de la población.
Una democracia liberal, basada en el respeto, tratamiento equitativo y la empatía, es un signo de comprensión y de tolerancia a la diversidad humana.
Es estéril buscar el consenso del pensamiento. Sería fértil y sabio, buscar el consenso en el objetivo, en la misión.
Moderar los excesos de la democracia es imperativo. Las virtudes genuinas de la democracia no insisten en la igualdad, sino en la ley del mérito. La igualdad democrática se funda sobre el principio de justicia.
Para finalizar, un cuestionamiento que deberíamos hacernos todos, es del sociólogo y filósofo estadounidense Charles Horton Cooley: “¿Existe alguna esperanza o debemos contentarnos con compensar la ausencia de grandeza con una abundancia de mediocridad?”.