En apenas unos días, el mundo ha perdido a dos gigantes de nuestra era: el escritor peruano Mario Vargas Llosa y el pontífice argentino Francisco. Hombres distintos, en caminos distintos, pero ambos marcados por una misma vocación: darle voz al ser humano frente al poder, la injusticia y el olvido.
Vargas Llosa lo hizo desde la literatura: su pluma desnudó dictaduras, retrató la condición humana con crudeza y compasión, y defendió con vehemencia la libertad como principio moral. Fue un cronista feroz del despotismo latinoamericano y un intelectual incómodo que nunca temió la polémica. El mundo hispanohablante —y más allá— le debe algunas de las novelas más brillantes del siglo XX.
Francisco lo hizo desde el púlpito más alto de la cristiandad. El primer Papa jesuita, el primer latinoamericano, rompió moldes sin estridencias: vivió con humildad, predicó una Iglesia en salida, habló de ecología, migración y periferias con una claridad que incomodó a muchos. Reformó las formas, pero también los fondos. Y en su testamento espiritual pidió un funeral sencillo y un entierro fuera del Vaticano. Coherente hasta el final.
Ambos compartieron una raíz americana, y sin embargo, pertenecieron al mundo entero. Desde Arequipa y Buenos Aires alcanzaron Roma, Estocolmo, París, Madrid, Jerusalén, Nueva York… Pero nunca dejaron de mirar —ni de dolerse— por los suyos: los pobres, los perseguidos, los excluidos.
En un tiempo de liderazgos vacíos y ruido banal, estos dos hombres supieron ser brújulas. Nos ofrecieron palabras con peso, gestos con sentido, y una ética basada en la dignidad humana. No siempre fueron comprendidos. Muchas veces fueron criticados. Pero siempre fueron escuchados.
El mundo, hoy, se inclina con respeto ante sus memorias. América los vio nacer. La humanidad entera los despide. Y en este abril de ausencias, quizá nos quede la lección más profunda de su legado: ser valientes para decir, hacer y creer.Aunque incomode. Aunque cueste. Aunque duela.
Nos toca continuar.