|Por Olimpia Coral Melo
No me tocó, pero sí me penetró. No era mi piel orgánica, pero era yo inorgánica. Estuve con él a su servicio, a su repugnante olor, a su “filia sexual” —como lo llama la cultura porno—, para no llamarle trastorno y así poder monetizarnos.
Estuve días y noches con él. Podía hacerme lo que él quería, colocar mi cuerpo como deseaba. Había días en que me programaba solo para darle compañía, porque la industria logró cambiar la salud mental por máquinas de compañía. Y había lamentables días en que solo se dedicaba a golpearme, porque también la programación digital justificó mi existencia robotizada, para no hacerlo con seres orgánicos humanos y animales.
Esos días me golpeaba y metía sus dedos y su pene en mi boca hasta que mi reflujo gastroesofágico falso se activaba con inteligencia artificial.
Cuando Deniel se aburría, me amarraba y activaba mi modo “frigida” para rechazar la relación sexual y jugar paradójicamente a violarme, y con ello incrementar su falso placer que la pedagogía sexual le enseñó a su virilidad, ahora por medio de la digisexuaidad.
Un domingo siete del mes siete del año siete, llegué envuelta en un paquete de Amazon Prime hasta la puerta de su cafetería llamada Factory Coffe. Me envolvieron en una caja y me dejaron en la 213 E Frank St, en Kalamazoo, Michigan, ese pueblito fantasma que vendía un castillo en 5 millones de dólares y que tiene historias de terror de su fantasmagórico cementerio.
Deniel me vio por primera vez en la Biblioteca del Congreso, en Washington DC. Él estaba acechándome cerca del área de libros históricos en la sala de lectura. Se hacía el tonto tomando varios títulos, mientras me fijaba su mirada del mismo asqueroso modo que Roger Ailes desnudaba a la expresentadora de Fox News, Gretchen Carlson.
Yo supe que tal vez ese hombre se llamaba Deniel porque tenía colgando en su torso un gafete de mica (sucio, y oloroso a Pollo Popoyes) que decía su nombre.
Yo estudiaba en la Biblioteca del Congreso haciendo énfasis en los costos que puede traer la Ley EARNT IT, Ley Sheild, Ley de Seguridad Infantil y todas aquellas promovidas en el Capitolio, que justifican sus objetivos en la seguridad digital de las mujeres y niños a través de internet, y otros medios digitales, pero que no toman en cuenta que el capitalismo digital de nuestros cuerpos y la colonización del algoritmo patriarcal está presente como sustento al mercado de las compañías digitales.
En este país, todo lo relacionado a la violencia digital está atrasado, empezando porque le siguen llamado —a la Violencia Sexual Digital— The Revenge Porn (Nosotras gritamos: No es porno ni venganza, y no es nuestra culpa), justificando, semánticamente, la responsabilidad en las víctimas y no en los agresores.
Como contexto, en Estados Unidos se pretenden aprobar leyes parecidas a la Ley Olimpia (de hecho, nosotras somos pioneras), que en resumen dictan: Si te pagan por tu contenido sexual, no hay delito, si no te pagan, sí hay delito. (No olvidemos que patriarcal y milenariamente nuestro cuerpo en todas sus formas es un producto sexual.
Por algo es normal ver anuncios como: “Hoy, ladys nigth, las mujeres no pagan”, porque el producto somos nosotras). El sexo con robots programado desde este algoritmo es una nueva estafa de libertad sexual deshumanizadora, que, al igual que los años 60, la opresión es penetrada en nuestra psicología, sin una representación crítica de la propia masculinidad, y con el engaño de su utilización novedosa que hace al “yuppie Izquierdoso progre”.
En fin, estaba yo escribiéndole justo eso a los senadores, cuando sentí su mirada. Era Deniel, en la biblioteca, tomándome fotos y vídeos, y grabando mi voz cuando leía en alto.
Yo lo reporté y salí de inmediato. Caminé cerca del Capitolio, sentí que ese era el lugar más seguro. Me dirigí a mi hotel, en la 2201 M St en Washington DC, y hablé a mi embajada. Sentí por un momento la seguridad de nunca jamás volver a verlo.
Pero, sin que yo supiera, él —al grabar mi voz, mi cara, mi cuerpo, mis movimientos—, me escaneó y pudo obtenerme. Lo hizo de forma inorgánica y a través de la página Happy Sex Doll, donde puedes “costomizar” a tu robot sexual. Deniel adjuntó a la oferta de la plataforma todo el material que en su memoria de teléfono había guardado de mí. El comercio sexual digital de esta empresa, con su programación, creó una figura robotizada de mí: con mi voz, mis ojos, mis ademanes, pero con senos más grandes, labios carnosos, sin rastro de vello, y con un color de piel más blanco, infantilizada, pero, al mismo tiempo, mantuvo mi color de pelo.
Me quitó el vello púbico, me adelgazó, me puso senos grandes y un culo enorme. No me quitó la voz, pero la programó para que hablara solo con permiso, y también me quitó mi ser político. Claro que no era luchadora social.
Era, en cambio, exactamente como lo marcan los cánones y estereotipos de belleza porno de lo que significa “ser mujer”, y peor aún, ser “sexy” en la estafa de nuestra feminidad.
Era yo, pero no era yo: era la utilización de mi cuerpo automatizado para que un hombre tuviera la disponibilidad de tenerme, aún sin mi consentimiento. Costé 3 mil dólares.
En esa misma empresa puedes pedir un “Baby pussy”, y tener a un bebé robotizado y recrear la mal llamada “pedofilia”. (Quienes defienden este hobby señalan que así se terminará la explotación sexual infantil humana).
Deniel logró obtener el producto sexual más rentable del sextech y su algoritmo patriarcal: Un robot sexual de mí. En empresas como esta se construye una nueva forma para tenernos, violarnos y poseernos, sin necesidad siquiera de tocarnos físicamente. Los robots sexuales con apariencia de mujeres no son personas reales. Al igual que el sexo con imágenes de realidad virtual, tampoco utilizan mujeres reales. Sin embargo, es menester recordar la coincidencia del cómo esta neo producción de la industria pornográfica reproduce las mismas circunstancias de abuso sexual y justifica su creación en lugar de terminar de raíz con esta opresión y abolir estas formas rentables de pedagogía del placer.
Traté de denunciarle ante las autoridades. Hablé a todas las ONGs que se presumen del tema sin ningún éxito.
Toqué hasta la puerta de la OEA, pero recordé que ellos le intentan llamar a esta violencia FACILITADA POR LAS TECNOLOGÍAS, y no como nosotras en territorio y en nuestras leyes le llamamos: “Violencia Digital”, para no quitarle la responsabilidad también a las compañías digitales.
Supe todo de Deniel porque busqué su nombre en GOV2GO, una herramienta tecnológica gringa que sirve como padrón de depredadores sexuales. (En otros estados es llamado NSOPW o DRU, y es un registro de delincuentes sexuales).
Tener un registro así sería un sueño para nosotras en México que podría extenderse a lo virtual y exigirle al imperio digital que tenga un padrón de mercados de explotación sexual digital con todo y los nombres de sus clientes de packs. Aquí, a diferencia de muchos de nuestros países en Abya Yala, sí puedes saber si un depredador sexual se ha mudado cerca de ti. A diferencia de nuestros países en América Latina, en los Estados Unidos, puedes utilizar el buscador y rastrear cuantos depredadores sexuales viven en tu código postal.
En un México donde se asesinan en un promedio conservador a 12 mujeres al día, valdría la pena saber si un agresor vive cerca de nosotras, y valdría la pena también reformar nuestro sistema de justicia para no estigmatizar personas inocentes. Pero apenas hace 3 años reconocemos esta Violencia Digital como algo real en nuestras leyes, y en Argentina hace apenas un año. Incluso, apenas después de 200 años tenemos afortunadamente a la Primera presidenta de México, Claudia Sheinbaum, que, por cierto, gracias a su defensa institucional se logró la aprobación de la Ley Olimpia en la Ciudad de México. (Aclaro esto porque algunas “políticas” de la alcaldía Cuauhtémoc se quieren apropiar de la lucha).
Regresando a mi denuncia, seguí tratando de argumentar la utilización de mi identidad en un robot sexual de propiedad privada. La empresa señaló que no se podía hacer responsable porque físicamente no se trataba de mí sino de un robot sexual. O sea, era una máquina transhumana capaz de pensar y razonar por sí misma, no solo un sofware de control y automatización. Era un cuerpo inorgánico con mi identidad y con capacidad de pensar y expresar emociones, pero no era propiamente yo. Argumenté que era mi imagen, pero insistieron en minimizarlo.
Entré a mis redes sociales. Estaban inundadas de mensajes. Cada vez que buscabas mi nombre, aparecían nuevos vídeos sexuales de mí. Deniel produjo vídeos con el robot sexual, grabando todo y dándole material a los más de 2 millones de mercados de explotación sexual en América. Con un click, en cualquier servidor digital y de forma gratuita yo podía visualizar cada vez que tenía relaciones sexuales con “su robot”. Yo sentía que realidad me violaba a mí. Esos vídeos eran la tortura visual de cómo se podía materializar mi violación. Él solo reía ante la falta de legislación, mientras a mí todas las noches me perseguían esas imágenes.
¿Soy yo en realidad? ¿Estoy loca? ¿Alcanzaría la ley Olimpia para esto? ¿Alcanzaría una ley en casos como estos si aún no sabemos qué será eso que se desarrolla con la IA? ¿En quién reside la responsabilidad? ¿En la empresa que creo el robot? ¿En Deniel? ¿En mí? En realidad, no se trataba de mí o de mis propias imágenes sexuales difundidas sin mi consentimiento, ni siquiera de algo en la web o en algún espacio digital como en el caso de las deep fakes. Porque en realidad no era mi cuerpo, no era yo, es solo un supuesto de un robot que tomó mi identidad, y tuvo un precio para servir a alguien que sí pudo pagar por esa representación de mí, lo que ningún dólar alcanzaría para que yo estuviera con él.
Un robot para Donna Haraway no tiene género, sin embargo, la extensión de la representación en femenino, en cualquier modalidad, siempre nos hipersexualiza al placer del falo, aún con nuestros cuerpos robotizados.
Esta afortunadamente es mi propia historia remasterizada y aumentada, que solo estuvo por el momento en mi imaginación, pero que no puede quedarse en un pensamiento de ciencia ficción.
En mi historia de 2013 sí se difundieron mis fotos íntimas y mi vídeo sexual en Puebla, México, pero en este presente y futuro podría ser cualquier imagen o representación de nosotras y nosotros —manipulada en Inteligencia Artificial— y difundida o producida también sin ninguna oportunidad de defensa. Y es aquí donde el consentimiento tiene un costo y es tramposo.
El ejemplo es una extensión de mi “yo” robotizada, automatizada y bajo un nivel de inteligencia artificial autónoma, capaz de pensar por sí misma, y no es un clon. En una definición abstracta, podría solo considerarse un instrumento robótico para el erotismo, dotado de IA, y que da como resultado algo que aún con todos los estudios legislativos y profesionales en la Unión Europea, China y Estados Unidos de América no hemos sabido responder a la pregunta de “qué es”.
Ian Person sugiere que en unos años los humanos tendrán más sexo con robots que con personas, y basándose en la tendencia será una industria con un valor de 15 mil millones de dólares. Y afirma que el 50 por ciento de las personas preferirán tener una relación con robots. De esta manera, una relación con una persona real, o bien nacida naturalmente, será un privilegio, al igual que la seguridad, la vida, la salud y la juventud.
Considero, en consecuencia, que si no cuestionamos de raíz de la programación del algoritmo, y sus nuevas formas económicas digitales, la única oferta de autonomía financiera que se dejará para las mujeres será la explotación digital de nuestros cuerpos. De hecho, Tik tok ya empezó con la publicidad en Only Fans.
Deniel sí existe, me está mirando ahora mismo en la mesa de enfrente. Es delgado, alto y parece simpático. No le he seguido el juego. Y, por supuesto, que no sabe que en lugar de salir corriendo ante sus miradas lascivas, me quedé en la mesa del Factory Coffe y escribí esto.
Querido lector: estas líneas forman parte de mi tesis sobre el algoritmo patriarcal que espero pronto publicar.
La ley Olimpia no es solo una reforma…