Ioan Grillo
La decisión no fue difícil en términos económicos: trabajar como obrero para el municipio le pagaba seis mil pesos al mes; traficar armas por el río Bravo podía generarle diez mil dólares en un viaje.
Entrevisto a Jorge en la prisión estatal de Juárez, que sufrió las consecuencias de las armas en su interior; en el motín de 2011, los internos mataron a tiros a diecisiete reclusos. Es un joven delgado de veintitrés años con barba de chivo, su apariencia no intimida en contraste con los asesinos curtidos de miradas largas y agresivas. Se ve nervioso, pero se relaja conforme avanzamos en la conversación que, probablemente, rompe el aburrimiento de los largos días de encierro.
Cuenta la historia de su infancia en un pequeño pueblo de Chihuahua, a seis horas al sur de la frontera, y su incursión en el tráfico de armas.
Tenía casi diecinueve años y ansiaba progresar en su pequeño pueblo: su papá lo había criado con cierta comodidad al comprar ganado de los rancheros locales y venderlo a empacadoras de carne estadounidenses. Jorge soñaba con emprender un negocio y quería estudiar, pero, cuando su novia quedó embarazada, abandonó la preparatoria, desesperado por conseguir dinero para su propio hogar, un auto y leche en polvo.
Algunos amigos emprendedores se habían involucrado con el narcotráfico, cultivaban marihuana y amapola en las colinas cercanas para venderlas al cártel, o contrabandeaban ladrillos de cocaína y heroína en autos trampa; algunos otros recurrieron al oscuro oficio del sicariato, o asesinatos por encargo. Pero Jorge no quería convertirse en otro cadáver mutilado en las páginas de crímenes del periódico local, por eso, trabajaba bajo el abrasador sol de Chihuahua, mezclaba concreto y colocaba ladrillos; al final del día, recogía sus 200 pesos, unos 10 dólares, apenas suficientes para un paquete de pañales.
Compró su primera arma como un favor. Gracias al negocio ganadero de su papá, tenía una visa para cruzar a Texas y también un amigo que trabajaba en la construcción en Dallas; en sus días libres, tomaba el autobús para comprar ropa barata, lentes de sol y equipos de sonido que, luego, llevaba de regreso a su pueblo para venderlos con una pequeña ganancia. Un amigo se enteró de estos viajes y le pidió que le consiguiera un popular producto estadounidense: un rifle AR15.
El amigo estaba conectado con el cártel, así que era difícil negarse. Preguntó por allí y descubrió que el truco era comprar en un gun show (expo de armas) sin dejar ningún rastro de identificación.
De regreso en su pueblo, su amigo quedó encantado y le dio 300 dólares por el esfuerzo, lo que duplicaba su salario mensual. Un día después, el amigo regresó para contarle que conocía a otras personas que querían rifles y que le pagarían 2,300 dólares por cada uno, más del triple de lo que costaban en Dallas.
Jorge sabía que su amigo tenía vínculos con mafiosos, pero el dinero parecía demasiado bueno como para rechazarlo, por lo que decidió hacer unos cuantos viajes para generar capital e invertir en un negocio legítimo. Para lograrlo, reclutó a su amigo en Dallas con la idea de que lo ayudara a comprar las armas y adquirió una camioneta para transportarlas.
Cada fin de semana, Jorge conducía desde su pueblo en Chihuahua a una expo en Dallas, donde compraba lotes de armas: siete, diez, doce, a veces hasta catorce, que incluían una mezcla de rifles y pistolas, pero siempre varios AR15, el modelo más popular en su pueblo.
Aquel tráfico coincidió con un auge de los AR15 en Estados Unidos. En los años setenta, los AR15 apenas si se vendían, y la ley Federal de Prohibición de Armas de Asalto, promulgada por Clinton en 1994, retiró muchos de estos de los estantes. En los años posteriores a que Bush levantara esa prohibición en 2004, el culto por el AR15 despegó de verdad; con las patentes del diseño básico, los fabricantes competidores empezaron a comercializar, de forma agresiva, sus propias variaciones del rifle y le otorgaron diferentes nombres. Los entusiastas de las armas comenzaron a proclamar al AR15 como un estilo de vida, un símbolo tanto del poderío militar estadounidense como del derecho a portar armas: decían que “AR” significaba “America’s Rifle”, el rifle de América.
Durante la década de 2010, las ventas se dispararon tras las amenazas de prohibir estas armas bajo la administración de Obama –en especial después de que Adam Lanza utilizara una para masacrar niños en la escuela Sandy Hook Elementary, en Connecticut– lo que llevó a muchas personas a abastecerse. En 2012, las fábricas estadounidenses produjeron más de un millón de armas del estilo de los AR15, o “rifles deportivos modernos”, con características similares para el mercado interno; más de un millón se vendieron durante varios años (2013, 2015 y 2016) y miles de estos fueron dirigidos al sur, a México.
Jorge también contrabandeó varios rifles calibre .50, armas de gran dimensión que disparan balas del tamaño de cuchillos pequeños; los francotiradores del ejército los usan para disparar a largas distancias y para atravesar blindajes. A pesar de su potencial militar, los clientes pueden comprarlos en tiendas de Texas y Arizona con la misma facilidad que una pistola.
Jorge los compraba usados por 5,000 o 7,000 dólares cada uno y los vendía al triple; los nuevos, por lo general, cuestan más de 10 mil dólares.
Este tipo de armas requieren habilidad para ser disparadas, pero, como a los cárteles les fascinan, las mafias mexicanas contratan veteranos de los ejércitos de México, Estados Unidos, Colombia y Guatemala para usarlas contra convoyes de policías y militares (lo que estos últimos llaman antimaterial) y perforar el blindaje de los vehículos desde posiciones estratégicas en las laderas. Hay decenas de ejemplos en los que se utiliza este armamento, incluyendo al cártel de La Familia Michoacana que utilizó un calibre .50 para impactar un helicóptero M17 del ejército mexicano en 2011; hiriendo a dos oficiales y obligándolo a aterrizar. El cártel de los Beltrán Leyva, en un ataque a vehículos policiales en 2009, dejó ocho oficiales muertos. En 2019, los sicarios del cártel de Sinaloa, con cientos de hombres armados, tomaron la ciudad de Culiacán en respuesta al arresto del hijo del Chapo: en un video militar, se observa cómo una bala de ese calibre desprende un trozo de la pierna de un soldado.
El hecho de que los rifles calibre .50 sean, de forma evidente, armas de grado militar y que, aún así, sean usados de manera efectiva por sicarios de los cárteles, incomoda al lobby de armas, por lo que sus defensores tienden a negar que provengan de Estados Unidos, aunque existe abundante evidencia documentada de que así es.
La atención hacia estas armas ha sido limitada porque no son utilizadas con frecuencia por los delincuentes en Estados Unidos; si los criminales estadounidenses comenzaran a emboscar patrullas de policía con rifles calibre .50, la reacción podría ser estruendosa.
Jorge compraba armas sin ningún tipo de identificación, algo que le parecía interesante, aunque no lograba comprender del todo las leyes estadounidenses:
—Hay un mercado negro justo ahí en la expo de armas; le compras a la persona, que no pide ningún papeleo. Si te acercas a alguien, preguntas el precio y luego te dice: “Necesito tu licencia”, entonces le dices: “No la quiero”, y buscas a alguien más; yo compraba con el vendedor que te dice que no necesitas nada.
También adquiría armas a través de plataformas, en páginas especializadas donde se compran y se venden. Cuando, en 2016, se generó atención sobre el comercio de las armas en Facebook e Instagram, las compañías anunciaron que prohibirían esa clase de venta. Sin embargo, un reportaje del Wall Street Journal, en 2019, descubrió que las personas aún vendían en esas páginas, solo que utilizaba códigos, como simular vender los estuches, pero con una imagen del arma que, en realidad, estaba a la venta.
Además, existen varios sitios web que ahora se especializan en ventas de armas entre particulares; por ejemplo, GunBroker y Gunbuyer, que han creado un mercado alternativo masivo para la venta de armas en internet.
Jorge compraba refrigeradores y estufas para esconder las armas dentro de ellos, pero procuraba ser cauteloso, así que se tomaba la molestia de declarar los electrodomésticos y pagar los aranceles de importación. De regreso en su pueblo, su amigo vendía las armas muy rápido.
—Los clientes siempre van a estar ahí —dice.
Casi todas las armas que había en su pueblo provenían de Estados Unidos, afirma.
El caso de Jorge muestra un modelo específico de tráfico de armas formado por un equipo de tres personas: el contacto en Dallas, él como transportista y el vendedor en el pueblo. No sobornaba a funcionarios para cruzar la frontera, pero sí le pagaba al cártel, el verdadero poder: entregaba una cuota a los delincuentes por el derecho de contrabandear armas en Ciudad Juárez, y otra por el derecho a venderlas en su pueblo; un sistema de pagos que ilustra cómo el cártel opera como un gobierno a la sombra, que supervisa a los criminales y muchos otros aspectos de la vida en sus territorios.
Los pagos del cártel podían sumar hasta 10 mil dólares al mes, pero pagar a la mafia evitaba que Jorge terminara atado a una silla y con la cabeza cortada; además, ganaba tanto dinero que no le importaba: en una venta cualquiera podía ganar 1,700 dólares y, en algunos meses, llegó a mover más de cincuenta armas.
Se olvidó de su plan de retirarse mientras ganaba más dinero del que jamás había imaginado. Al cumplir veinte años, pudo comprar una casa al contado, una camioneta nueva, mantener a su esposa, tener amantes al margen, consumir drogas y salir de fiesta; para explicarle a sus amigos cómo había pasado de estar quebrado a vivir de manera ostentosa, les dijo que trabajaba en el sector de la construcción en Estados Unidos.
—Al principio me sentía mal, pero me acostumbré; para el final ya no me importaba —dice—. Es la manera en la que puedes pasarla bien: vendes armas, ganas dinero y te diviertes. Compré una camioneta nueva, una motocicleta, mujeres, drogas; tenía todo.
El negocio se vino abajo luego de una discusión con su primo que, tras un desacuerdo, le “puso el dedo”: lo delató con los soldados, a quienes les dio el número de placas de su camioneta, la hora en que cruzaría y el lugar donde estaban escondidas las armas. Los soldados buscaron y encontraron las pistolas y los rifles.
—Si no me hubiera delatado, tal vez aún trabajaría en lo mismo —dice Jorge.
Fue atrapado con una carga relativamente pequeña: cuatro AR15 y dos pistolas 9 mm; aun así, fue suficiente para que le dieran una sentencia de ocho años y ocho meses de prisión. Cuando México logra condenar por cargos relacionados con armas de fuego, puede imponer penas más severas que Estados Unidos, aunque eso supone un gran cuando.
En aquel encuentro con Jorge, todavía le quedaban seis años y cinco meses por cumplir, y diario contaba los días, uno por uno. Dijo que, cuando salga, hará las cosas bien: buscará un trabajo decente, un negocio y proveerá para su hija, pero, cuando le preguntamos si cree que la violencia terminará, encoge los hombros.
—Esto nunca va a terminar —dice.
El optimismo sobre vivir pronto en un mundo mejor suele ser algo reservado para quienes no viven en las zonas de guerra.
*Fragmento del libro del mismo nombre publicado por Trillas.