Fernando García Ramírez / Letras Libres
No es posible ni deseable vivir en un mundo sin esperanza. En medio de la oscuridad debemos de aferrarnos a algo que nos dé fuerza para seguir adelante. Esa es la función de la utopía. Un lugar sin sufrimiento, sin dolor, sin hambre, un sitio de fraternidad donde la autoridad no pese, las decisiones sean colectivas; un lugar sin egoísmo ni crueldad.
Las utopías suelen surgir de un mundo en crisis. No es posible seguir viviendo en este horror. Otro mundo es posible. En un mundo de violencia e injusticia, es inspirador soñar que existe un lugar donde se manda obedeciendo. Para Diego Enrique Osorno la utopía no significa “no hay tal lugar”, para él la utopía se encuentra en la selva chiapaneca, en territorio zapatista.
Diego Enrique Osorno (periodista, cronista, documentalista) recibió el 5º. Premio Anagrama/Feltrinelli 2024 por su libro En la montaña. Este libro reúne, sobre todo, tres experiencias. La primera, en el norte del país, en la sierra, es una entrevista con Ismael “el Mayo” Zambada. La segunda es la travesía que emprendió un pequeño grupo de zapatistas rumbo a Europa, para compartir experiencias con colectivos rebeldes. La tercera es una corta estancia en Berlín gracias a una beca. Osorno alterna la crónica de esas experiencias para dar cuerpo a su libro. Incluye remembranzas (el surgimiento de los zapatistas a principios de 1994, la cobertura de la guerra de Calderón contra el narco de 2007-2011, el acompañamiento de la Marcha por la Paz y la Dignidad encabezada por Javier Sicilia en 2011, el seguimiento de la marcha zapatista a la Ciudad de México en 2001, la toma de Oaxaca en 2006) y varias entrevistas (con el Mayo, con Marcos, con Moisés, con los miembros de la comitiva zapatista rumbo a Europa). Incluye también emotivas semblanzas de Javier Sicilia, Sergio González Rodríguez, Carlos Montemayor, Alma Guillermoprieto, Javier Valdez, a los que reconoce como escritores y periodistas que han dado voz a las víctimas y con un fuerte compromiso con la justicia.
Pero el centro de su libro es la utopía. Las ganas de creer en algo, de aferrarse a una ilusión, de tener fe en una idea. De acuerdo con Eduardo Galeano, luego de la caía del Muro de Berlín, la izquierda latinoamericana era “como un niño perdido bajo la niebla”. El surgimiento del Ejército Zapatista en 1994 los vino a rescatar de ese extravío. De nuevo fue posible para la izquierda creer. A la izquierda internacional (antiglobalizadora, antineoliberal), a la izquierda mexicana, a Diego Enrique Osorno, el ejemplo zapatista los inspiró, les dió esperanza de que el mundo podía ser mejor. Un ejemplo de imaginación política y rebeldía. Una utopía social del tamaño de Bélgica, regida por gobiernos autónomos, en donde no hay feminicidios, donde ningún niño menor de cinco años muere de enfermedades atendibles, un lugar sin hambre en el que colectivamente se toman todas las decisiones. En las zonas controladas por los zapatistas se abomina la individualidad, las cosas las hacen entre todos, las diferencias sexuales se respetan. Un mundo feliz.
En esta utopía cree Diego Enrique Osorno. Los zapatistas le han mostrado con su ejemplo que es posible cambiar el mundo. Hay salud, hay educación, hay servicios a la comunidad. Osorno piensa que en los “territorios recuperados” por los zapatistas se están haciendo bien las cosas, que su sistema funciona, que no todo está perdido, que es un camino que el mundo puede seguir para sanar. Una resistencia a la modernidad aunada a un espíritu rebelde. Otro mundo es posible.
El mundo colapsa, solo se piensa en obtener beneficios, los individuos se creen autosuficientes, el afán depredador del capitalismo cunde, y en medio de esa aparente oscuridad refulge la antorcha zapatista. Por eso Osorno no dudó cuando en 2021 recibió una llamada para invitarlo a acompañar al contingente zapatista que se embarcaría rumbo a Europa. Mientras Osorno da cuenta de los preparativos y de la travesía, va intercalando fragmentos de su entrevista con el Mayo Zambada. Para Osorno no se trata de un criminal que deba miles de vidas en México y los Estados Unidos. Esas muertes que su organización ha causado no las relaciona Osorno con el personaje que tiene enfrente. Osorno lo deja hablar, no esconde el respeto ni la admiración que le tiene. Lo ve, extrañamente, como un agente de paz, como un negociante que vende productos que los norteamericanos demandan. Osorno le pregunta al Mayo por López Obrador: “el señor tiene todo mi respeto”, dice. Lo retrata como un hombre afable, contenido, un hombre preocupado por el campo y las cosechas, que busca vivir en paz. Ni hablar de las disputas sangrientas por las plazas, de los asesinatos, de los descuartizados, de los miles de vidas segadas, de los miles de huérfanos, ni una palabra del daño que ha provocado en los consumidores norteamericanos. Por supuesto que la contradicción es muy visible. Por un lado, la utopía social, por el otro la admiración no reprimida por el jefe de una organización criminal. ¿Qué une a Marcos el insurgente con el Mayo narcotraficante? ¿Por qué Osorno los pone en el mismo plano? Porque son rebeldes. Porque tomaron las armas para defenderse de los otros y del gobierno.
En sus constantes apariciones ante la prensa, Marcos apareció siempre con un par de cananas cruzándole el pecho. Las balas de las cartucheras no correspondían con el arma que traía consigo. Era un show para la prensa. Marcos, un filósofo universitario, se decía subordinado de los indígenas. No era el comandante sino el subcomandante. El mandaba obedeciendo. Todo era, claro está, un espectáculo. Él era el que mandaba. A Osorno le dice que él tuvo que adoptar el papel protagónico para proteger a los indígenas del acoso de la prensa. Y Osorno le cree. Marcos dice que él ya no manda, que el que manda es Moisés. Marcos se bajó y ascendió a Moisés. El que sigue dando entrevistas es Marcos. Dice Marcos que es una actitud racista pensar que el hombre blanco es el que manda a los indígenas. Pero la entrevista que Osorno hace a Moisés es breve y las entrevistas a Marcos ocupan decenas de páginas. A Osorno le interesa Marcos. A Osorno le interesa que Marcos le diga que en la comunidad zapatista no existe el culto a la personalidad, pero el centro de la comunidad es Marcos. Los extranjeros viajan para conocer a Marcos.
Cuando Marcos le dice a Osorno que el Ejército Zapatista antes del levantamiento del 94 había dejado de ser marxista y se había convertido en un ejército indígena, Osorno no le recuerda que las primeras proclamas de enero del 94 eran de corte marxista. Osorno no le pregunta por qué, si en enfrentamientos de este tipo se cuida al máximo la comunicación y las estaciones de radio, las televisoras tuvieron luz verde para entrevistar al carismático guerrillero. Osorno no cuestiona a Marcos de dónde salió el dinero que financió el levantamiento (todos los combatientes tenían uniformes nuevos). Si los indígenas eran los que mandaban, Osorno no interroga a Marcos por qué las decenas de indígenas que murieron en combate portaban rifles de madera. Osorno no le pregunta a Marcos por qué el Ejército mexicano, que descubrió los campamentos zapatistas meses antes del levantamiento, no acabó antes con ellos y los dejó tomar ciudades y poblados. Si el EZLN era anticapitalista, ¿por qué el EZLN no se levantó en armas antes de que entrara en vigor el TLC para que éste se viniera abajo? ¿Por qué hasta el 1 de enero, cuando el TLC había entrado en funcionamiento? Nada de eso le pregunta Osorno a Marcos.
Como ante el Mayo, Osorno ve con rendida admiración a Marcos. Lo compara con el Che Guevara. Le dice que ya es una leyenda. Le dice que él cambió el rumbo político de México y el mundo. Osorno admira al Mayo y a Marcos, hombres de armas que se rebelaron contra el gobierno. También llama la atención que, en el barco de camino a Europa, la nave tiene que hacer una breve escala en Cuba. A Osorno esto le provoca una gran emoción. Recuerda conmovido los funerales de Fidel Castro. ¿Por qué le conmueve la muerte de un dictador? Castro, un hombre que por las armas tomó el poder para no soltarlo en los siguientes 50 años, es un rebelde. A Osorno no le molesta que el Mayo sea un asesino, ni Castro un dictador, ni Marcos un showmanideológico. Admira la rebeldía, como un adolescente admira a una estrella de rock.
Osorno se pregunta: “¿El periodismo debe llevarse a cabo con una postura antiideológica?” Osorno cree que no. “No hay otra manera de ejercer el periodismo que no sea desde una vulnerabilidad”. La vulnerabilidad de Osorno: admira a los hombres que por medio de las armas imponen su idea de justicia. En un mundo caótico, un hombre fuerte debe imponer sus idea al mundo.
Osorno no cuestiona al Mayo. No cuestiona a los zapatistas. Cree lo que le dicen. No ve que los niños en lugar de recibir educación reciben adoctrinamiento. No quiere ver que la idílica comunidad zapatista es una comunidad militar, vertical. Habla de la salud pero no pregunta de dónde sale el dinero para las clínicas y las medicinas. No hay hambre, dice Osorno, pero solo comen maíz y frijoles. Viven muy bien, dice Osorno, pero en el frío de la selva viven en casas de madera con techos de lámina. No hay crímenes, pero no hay nadie que verifique si esto es cierto. Osorno no hace periodismo. Lo suyo es la crónica de un creyente. La utopía sirve como ejemplo, porque aviva la esperanza. Siempre y cuando no se cuestionen sus contradicciones. La región zapatista es una zona densamente militarizada. Es el estado con el mayor número de cuarteles de la Guardia Nacional. Abundan los traficantes de personas y de drogas. Los enfrenamientos son constantes. El tejido social está desgarrado. El Tren Maya afectó profundamente el entorno de la selva.
En el corazón de la selva chiapaneca, en el corazón de las tinieblas, no reina sobre los indígenas el coronel Kurtz, filósofo-poeta-guerrero, reina el subcomandante Marcos, filósofo-poeta-guerrero sobre su ejército zapatista.
Todos los niños y jóvenes que ahí residen han aprendido desde pequeños que el capitalismo es la mayor plaga del mundo. En el capitalismo, le dicen a Osorno, “nadie, ni el más pequeño, quiere dejar de engañar, de robar y de explotar”. Es esa la ideología zapatista que el guerrillero universitario Marcos impuso como dogma. Y si embargo, el pasaje más conmovedor del libro de Osorno es aquel donde una joven cocinera zapatista prepara miles de raciones de comida para las hordas de turistas revolucionarios que llegan a la selva, y al terminar su faena descubre que, descontando sus gastos, le ha quedado una utilidad de tres mil pesos. Su alegría es incontenible. En el corazón de la utopía, de forma solapada, una joven zapatista ha descubierto el capitalismo, a pesar de la doctrina, de las armas, del odio al comercio y al individuo. En el corazón de las tinieblas se ha encendido una pequeña luminaria.