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viernes, marzo 29, 2024

Retrato de Don Rafa a un año de su muerte

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Mario Alberto Mejía

Cuando estaba con él tenía la sensación de estar conversando con un self made man: un hombre hecho a sí mismo perseverantemente.

José Juan Tablada escribió unos versos sobre el poeta López Velarde que vinieron a mi mente una vez que entendí que había muerto el entrañable don Rafael Moreno Valle Sánchez:

Qué triste será la tarde

Cuando a México regreses

Sin ver a López Velarde.

La tarde en que murió don Rafa era gris y mustia.

Una tarde sorda, fría, tarde de un predecible invierno.

Ya de por sí, por culpa del coronavirus, nuestras almas viven metidas en un invierno lleno de nostalgia.

El virus que acecha nuestras vidas —y que ha enterrado a nuestros muertos— nos ha puesto melancólicos.

El invierno logra ese efecto sin necesidad de enfermedad alguna.

La suma de todas esas melancolías nos ha venido a poner extremadamente sensibles.

Somos lo que lloramos.

Somos aquello que se nos muere.

Durante muchos años no fui amigo de don Rafa.

Un desliz jocoso nos separó antes de sentarnos por primera vez.

Dirigía yo la revista Intolerancia.

Escribía una sección llamada Los Majos, dedicada a hacer parodias de la vestimenta de los políticos y empresarios poblanos.

En esa ocasión, describía las prendas del empresario Julián Haddad.

Era 1999.

La línea que irritó a don Rafa fue la siguiente: “El asesor de modas de Julián es el empresario Rafael Moreno Valle Sánchez”.

El propio Julián me contó muerto de la risa que don Rafa le había hablado para reclamarle:

“Ahora resulta que yo soy tu asesor de modas. Ja. Yo siempre he vestido impecablemente bien. Cómo va a ser que te asesoro, hombre”.

Los meses pasaron.

Un día, una secretaria me buscó en su nombre y me pidió una cita para tomarnos un café.

El lugar de reunión fue La Vaca Negra, en el Centro Histórico.

Cuando llegué, don Rafa estaba terminando de desayunar con varios hombres de su generación, sensiblemente modestos.

Me senté en otra mesa.

Me saludó de lejos y empezó a despedirse de sus compañeros de desayuno entre abrazos y ternezas.

Muy sonriente, se sentó conmigo.

—¿Quiénes son esas personas? —le pregunté intrigado.

—Son mis amigos de infancia y adolescencia. Amigos de toda la vida —respondió.

Y pasó a hablarme de cada uno de ellos.

Había un sastre, un joyero, un panadero, un sacristán.

Todos los oficios cabían en esa mesa, y en su charla.

Cerró el tema diciéndome que desayunaban una vez a la semana.

Quedé lo que se dice atónito.

Vi sus zapatos italianos, su impecable saco de tweed, su reloj que no sólo daba la hora, su camisa…

Vi la ropa de sus amigos: la modestia cruzada con una sencillez de barrio popular.

Pensé, mientras él hablaba, en su casa de La Vista Country Club, en sus autos, en sus camionetas, en esa dualidad que lo humanizaba francamente al extremo.

Le dije que no me imaginaba a los ricos de Puebla sentándose con sus amigos pobres de la infancia.

Me contestó que esos desayunos lo aterrizaban semana tras semana.

“A veces nos vamos a jugar billar”, me dijo sin intención de volverme a dejar atónito.

Pensé por un momento que buscaba impresionarme.

Está actuando, supuse.

El tiempo me mostraría que no.

Su sencillez era, quién lo dijera, profundamente auténtica.

(Si hubiera que buscar un epitafio en estos momentos recurriría a uno que le queda como sus zapatos italianos: “hizo el bien mientras vivió”).

Con los años hubo algunos desencuentros inevitables.

Era buen amigo de sus amigos.

Manuel Bartlett, por ejemplo.

Pero siempre fue él quien lanzaba los lazos para vernos.

Su charla incluía todo: viajes, anécdotas, personajes, algunos libros, el barrio en el que creció, sus hijos, su compadre Javier (Moreno Valle), sus empresas… Y siempre, faltaba más, los amigos de la infancia.

Cuando estaba con él tenía la sensación de estar conversando con un self made man: un hombre hecho a sí mismo perseverantemente.

Recuerdo nuestros dos últimos encuentros unos días antes de que diera positivo al examen de Covid.

A Gerardo Tapia y a mí nos invitó a Acapulco entre risas y euforia.

“Nos vamos a divertir mucho”, aseguró.

“Tengo una lanchita que les va a gustar”, dijo muy serio.

—¿Y cabremos en su lanchita, don Rafa? —pregunté.

—¡Un poco apretados, pero sí cabremos! —celebró.

Todavía me habló por teléfono para invitarme a una cena en su casa.

Una cena con el embajador de Qatar.

Me comprometí a ir.

No llegué.

El destino, voluble como es, cambió mis planes.

Me disculpé temprano.

Siempre generoso, perdonó mi grosería.

Horas después supe que tenía covid.

Todos los días le pregunté a Gerardo Tapia por su estado de salud.

Él, buen amigo de sus amigos, me iba haciendo la crónica de su enfermedad.

Todos los días oraba a mi manera por él.

Mi primer pensamiento del día lo tenía como protagonista.

“Está luchando por vivir”, era el comentario sobre su estado de salud.

“Va a estar bien”, me decía.

Este lunes, a la sombra de un vino español, vino la noticia infausta.

“Se ha muerto como de rayo don Rafa Moreno Valle, a quien tanto quería”, me dije parafraseando al poeta Miguel Hernandez.

Luego pensé en esos versos de Tablada con los que inicié esta columna.

Qué triste será la tarde

En que a La Vista vayas

Sin encontrar a don Rafa.

Somos, sí, lo que lloramos.

Somos aquello que se nos muere.

El 30 de noviembre de 2020 se nos murió don Rafa.

Algo, además de él, se nos quebró por dentro.

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