Lejos de ser la insurrección que quisiera Donald Trump, los acontecimientos en Los Ángeles son la reafirmación de una ciudad plural e inmigrante que se planta con dignidad frente al poder.
León Krauze / Letras Libres
El sur de California ha vivido durante décadas con dos temores persistentes: el terremoto conocido como “el grande”, que tarde o temprano sacudirá la región desde la falla de San Andrés, y el inicio de redadas migratorias masivas e indiscriminadas que fracturen el tejido comunitario de una región mayoritariamente inmigrante e hispana. El sismo migratorio llegó primero.
El viernes pasado, ICE, la agencia federal de control migratorio, puso en la mira a Los Ángeles y sus suburbios en una serie de operativos que derivaron en la detención de al menos 120 personas. La manera, el tono y los sitios elegidos no fueron obra de la casualidad. El gobierno federal fue a buscar inmigrantes al Distrito de la Moda y a las plantas manufactureras: lugares emblemáticos de la vida cotidiana de la comunidad latina angelina. Después fue de caza a Home Depot. Ahí buscó a los más vulnerables: los jornaleros, hombres que se levantan cada día con la incertidumbre de si encontrarán un empleo que les gane unos cuantos dólares para sobrevivir. Nada es casualidad. La crueldad es el mensaje.
Al final del día, las redes sociales se habían llenado de imágenes desgarradoras: familias fracturadas, padres sollozando, niños enfrentando la orfandad. La impunidad con la que actuó la autoridad migratoria –con agentes encapuchados y vehículos militares– desató una indignación tan inmediata como predecible. Los Ángeles es una ciudad plural, profundamente diversa. Atacar su andamiaje inmigrante e hispano es agredir su esencia. La ciudad, además, tiene una larga historia de lucha contra la injusticia, la discriminación y la exclusión. Lo ha demostrado muchas veces: en la huelga del movimiento chicano de 1968; en las protestas masivas contra la Propuesta 187 impulsada por Pete Wilson en 1994 y, de forma más caótica, en 1992, tras el veredicto que exoneró a los policías que golpearon brutalmente a Rodney King.
Ese episodio –días de disturbios, saqueos y violencia– es el referente inmediato de Donald Trump. Es, quizá, también su aspiración.
Pero si lo que Trump busca es revivir la violencia de aquel tiempo, le esperan días de frustración.
Después de las detenciones del viernes, Los Ángeles salió a las calles. Pero no toda la ciudad. Es un territorio vasto, tan extenso como la Ciudad de México. La protesta se concentró en el centro. Ahí, durante el fin de semana, la voz pacífica de miles fue opacada en parte por los destrozos de unos cuantos. Hubo vandalismo, sí. Y esas imágenes le dieron a Trump la oportunidad de hacer algo inédito: enviar a la Guardia Nacional, pasando por encima de la autoridad del gobernador demócrata Gavin Newsom. La decisión se basó en una mentira, o quizá en una intención perversa. Trump y sus asesores –en particular Stephen Miller, el ideólogo antiinmigrante que, irónicamente, creció en Santa Mónica– insistieron durante días en que la ciudad estaba fuera de control, presa de una insurrección. Una falsedad absoluta. Pero en tiempos de cinismo, la verdad importa poco. La Guardia Nacional llegó a Los Ángeles para empezar la semana.
Lo que encontraron fue una protesta vociferante pero pacífica. El lunes, frente al edificio federal, a unas cuadras de la plaza Olvera –corazón simbólico de la ciudad y lugar de su fundación–, vi a una multitud reunirse durante horas para lanzar consignas a los efectivos de la Guardia Nacional y a la policía de Los Ángeles desplegados en la zona. Es cierto: les gritaron de todo. Les exigieron que se colocaran del lado correcto de la historia, que no respaldaran a un gobierno que consideran represor. Les reclamaron validar con su presencia las operaciones de persecución de inmigrantes. Les exigieron que se retiraran.
En los muros de ese edificio y de varios inmuebles vecinos aparecieron grafitis: “fuck ICE”, “fuck Trump”, “chinga la migra”. Muchos manifestantes enarbolaban banderas mexicanas, guatemaltecas y hondureñas. Otros, los más creativos, ondeaban banderas híbridas: las barras y las estrellas cosidas, de forma invisible, con el escudo del águila y la serpiente.
Frente al edificio federal, Vanessa no paraba de gritarle a la Guardia Nacional. Llevaba el pelo teñido de rojo y una banda con la bandera mexicana en la frente. Dijo ser ciudadana estadounidense, hija y nieta de inmigrantes. “Estoy dolida porque esta es mi comunidad, y mi comunidad es mi familia”, me dijo. “Aunque tengan papeles, no se olviden de sus raíces. Yo tengo raíces mexicanas y estoy orgullosa”. Indignada, exigía a los soldados que dejaran de defender las políticas de Trump. “Deberían estar aquí peleando con nosotros, no contra nosotros”.
Unos metros más adelante, me topé con un grupo de cuatro adolescentes. Como Vanessa, eran estadounidenses de segunda generación. Estaban ahí por sus padres –de quienes, por cierto, se habían escapado debido al temor de violencia–. “Nuestros padres tienen miedo, y yo estoy aquí para representarlos”, me dijo Jacqueline. Las cuatro amigas llevaban banderas de México y Estados Unidos. Sus familias, con miembros indocumentados, llevaban días encerradas, paralizadas por las redadas. Jacqueline me dijo que ama su país natal, pero no acepta las medidas antiinmigrantes de Trump. “Lo que está haciendo está mal. Está separando familias”, dijo. “Los inmigrantes no son nada de lo que él dice. Todos vienen a trabajar y a buscar una mejor vida”. Los padres de Jacqueline dejaron la escuela de niños para ayudar a sus propios padres en México. Ella es la primera mujer de su extensa familia en ir a la universidad. Quiere ser enfermera.
Ninguno de estos jóvenes participó en la protesta para vandalizar o agredir. Su lucha –y el tono de su lucha– es la misma que ha sostenido la comunidad inmigrante durante décadas: la necesidad de encontrar una solución sensata y humana para los millones de indocumentados que viven en Estados Unidos, cuya abrumadora mayoría trabaja honestamente, busca estabilidad y, como los padres de Jacqueline, quiere darle a sus hijos una educación que ellos jamás tuvieron.
Con el paso de las horas, la intensidad de la protesta fue disminuyendo, y la policía de Los Ángeles comenzó a avanzar sus líneas. Al caer la tarde, contingentes de uniformados empezaron a dispersar a la multitud. Algunos manifestantes aventaron botellas de agua, y la policía –que en esta ciudad rara vez actúa con contención– respondió con balas de goma. La multitud se dispersó.
Frente al edificio federal, la Guardia Nacional permaneció desplegada. Impávidos, vestidos con uniformes militares, observaban el río de gente que se alejaba. Mientras avanzaba con los rezagos de la protesta, imaginé un escenario: solo habría hecho falta que una persona perdiera la cabeza y agrediera a los militares para desatar una tragedia. Una sola tontería. Pero no ocurrió. Al menos el lunes, tras un fin de semana de dolor, la supuesta insurrección de Los Ángeles –esa que tanto insiste en vender la Casa Blanca– se convirtió en una manifestación de dignidad frente al abuso del poder.
Es la oportunidad para que los hijos y nietos de los inmigrantes salgan hoy a defenderlos, como lo hicieron hace casi 30 años frente a las amenazas del gobierno de Pete Wilson, en aquella batalla por una educación digna.
No es una insurrección: es la reafirmación de una ciudad plural e inmigrante que exige respeto y justicia. Si Trump tuviera una pizca de compasión –y de imaginación moral– entendería que se trata, en realidad, de la expresión más noble del sueño americano.
*Esta crónica fue publicada el 10 de junio pasado en la edición en la web de Letras Libres.