Donald Trump no defraudó a su base militante en EU -incluidas las comunidades afroamericanas e hispanas- al retomar el poder del gobierno más poderoso del planeta, al fijar como los principales objetivos de su discurso de odio a los migrantes, la diversidad sexual y todo aquello que, desde su punto de vista, provocó el declive de ese país.
En lo que bautizó como “El Día de la Liberación”, el magnate no pudo ocultar su mesianismo al afirmar que su “reciente elección es un mandato para revertir total y completamente una traición horrible y todas estas muchas traiciones que han tenido lugar, y para devolverle al pueblo su fe, su riqueza, su democracia y, ciertamente, su libertad”
En un momento de su discurso, subrayó con vehemencia: “El declive de Estados Unidos ha terminado”.
Con un tono marcado por el nacionalismo extremo, Trump aseguró que durante su gobierno, Estados Unidos “será la envidia de todas las naciones”.
La amenaza hacia los migrantes fue otra constante en su discurso. Trump volvió a enfocar sus ataques en la inmigración ilegal, principalmente contra México, una narrativa que le permitió capitalizar sobre el miedo y la xenofobia, ofreciendo un sistema de justicia diseñado para proteger a los estadounidenses “respetuosos de la ley”, pero también para expulsar a los que no se alinean con su visión del país.
La obsesión por la “pureza” nacional y la criminalización de los migrantes marcaron el tono de sus propuestas, que incluyen el uso de fuerzas militares para repeler lo que él calificó de “invasión” en la frontera sur con México.
Pero Trump no se detuvo ahí. También aprovechó la ocasión para arremeter contra la diversidad sexual, un tema recurrente en su agenda política, asegurando que las políticas gubernamentales deben poner fin a lo que considera “teorías políticas radicales” y “experimentos sociales”, en particular aquellos relacionados con la identidad de género. Para él, la sociedad debe volver a los valores tradicionales: solo existen dos géneros, “masculino y femenino”.
El discurso también estuvo marcado por la reafirmación de un patriotismo extremo, que busca, más que unidad, la homogeneización de un país bajo los mismos ideales que Trump considera sagrados. La inclusión y la equidad, conceptos que son un pilar en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, fueron nuevamente obviados, mientras se promovía un concepto de “nación libre” que, irónicamente, suprime todo lo que no se ajuste a su visión conservadora.
La mención a un intento de asesinato en su contra, ocurrido en 2024, fue otro de los momentos en los que Trump utilizó el victimismo para reforzar su narrativa de lucha. Aseguró que fue “salvado por Dios” para cumplir con la misión de “hacer grande de nuevo a Estados Unidos”, sumergiendo aún más su discurso en una aura de excepcionalismo casi religioso. Sin embargo, este relato de persecución y victimización no hace más que alimentar el odio hacia aquellos que considera sus enemigos, con una justificación incesante para la confrontación.
La inclusión, la equidad y la justicia social fueron borradas del discurso, reemplazadas por un llamado a la homogeneización y a la restauración de lo que él considera los valores originales de la nación. Trump, más que unificador, se presentó como un arquitecto de la división, quien, con sus promesas de restaurar la grandeza, solo profundiza las grietas en una sociedad ya polarizada.
Este “Día de la Liberación” no fue una celebración de la democracia, ni de la unidad, sino un golpe directo a los valores de pluralismo que definen a la sociedad estadounidense. Mientras Trump promete restaurar la “grandeza” de un país que nunca existió de la forma en que él la describe, su discurso profundiza las divisiones ya presentes en la sociedad. Y en lugar de ser un unificador, se reafirma como un arquitecto del odio, cuyo proyecto no es la reconciliación, sino la exclusión y la regresión hacia una era distinta.
