26.7 C
Puebla
lunes, julio 14, 2025

Alteridad, modernidad, y usos y costumbres. ¿Un Fuente Ovejuna masewal?

Más leídas

Hace tres años, la ciudadanía en general fue testigo de un hecho condenable: el linchamiento de un joven por parte de habitantes de la comunidad nahua de Papatlazolco, Huauchinango, Puebla. El suceso, de por sí reprobable, actualiza sin embargo una serie de prejuicios sobre los pueblos indígenas, la procuración de justicia y los “usos y costumbres”. De pronto, nos encontramos ante un escenario complejo que, antes de ser juzgado, demanda un análisis que dilucide lo sucedido. En principio, habría que señalar que los pueblos indígenas de la sierra norte de Puebla han estado sometidos a distintos tipos de dominio y violencia estructural: colonialismo, control político asociado a férreos cacicazgos locales, organizaciones clientelares y partidos políticos, o simplemente han sido víctimas de los procesos históricos más generales de violencia, racismo y exclusión que vive este país. Asimismo, el despojo, los proyectos desarrollistas y mineros no consultados por el Estado han violentado sus territorios.

Los pueblos indígenas viven un vacío institucional en la procuración de justicia; en estas circunstancias, en ocasiones los pueblos se han hecho justicia por sus propias manos. Por ejemplo, ante un hecho recurrente como el robo de caballos o ganado, los pueblos masewal se han organizado para atrapar a los “cuatreros”, con resultados no pocas veces lamentables. Como ocurrió décadas atrás en la comunidad nahua de Ahuacatlán, Huauchinango, Puebla, cuando las autoridades y el pueblo ultimaron a unos presuntos ladrones. Lo cierto es que los pueblos desconfían abiertamente del sistema de justicia nacional; saben que si las autoridades comunitarias logran detener a un presunto delincuente es muy probable que en la cabecera municipal sea liberado mediante un soborno o influencias políticas. Paradójicamente, los centros penitenciarios de la región y del estado de Puebla están llenos de personas indígenas que, en no pocas ocasiones, son utilizados como chivos expiatorios por parte algún mestizo, sin un debido proceso y en el caso de hablar una lengua indígena, sin la presencia de un traductor e intérprete. Lo lamentable de todo esto es que, en el estado de Puebla, en la mayoría de los municipios los linchamientos son un hecho bastante generalizado.
Es común que en los pueblos se escuchen narrativas siniestras sobre el mundo mestizo. La idea de los robachicos o “melcocheros” vendedores de dulces que engatusan a niños, que son enviados por los “ingenieros” que están construyendo grandes obras estatales o privadas como los túneles y puentes de la autopista México-Tuxpan, que “buscan” y “secuestran” niños para ser enterrados en los cimentos de todo tipo de construcciones para que éstas no colapsen, es bastante frecuente. Lo cual coincide con los casos de desapariciones en aquellos lugares donde hay presencia de megaproyectos estatales o privados. En tiempos finiseculares, incluso, las narrativas locales hablaban de personajes siniestros que viajaban en autos de lujo, negros o rojos, infectando de SIDA a las personas. Esta imagen amenazante de la alteridad es muy recurrente en distintos pueblos indígenas y quizás tenga un fundamento histórico; existe una profunda memoria del colonialismo y sus abusos, y no sólo de carácter simbólico. Sin embargo, la casi nula impartición de justicia, los frecuentes atropellos y el despojo al que se encuentran sometidos los pueblos indígenas sea acaso el caldo de cultivo propicio para este tipo de atrocidades. ¿Está, por ejemplo, presente en la memoria de los pueblos nahuas de la región la matanza del Monte de Chila, perpetrada por el ejército mexicano el 28 de enero de 1970?, ¿o las desapariciones forzadas de líderes indígenas que luchaban por acceso a la tierra? O, en pleno 2025, ¿la desaparición de líderes a manos de caciques locales, como ocurre en el proyecto de vivienda popular Aurora Roja, en Huachinango, Puebla?

El desarrollo estatal, ese que arrasa con todo cuando se impone, resulta un asunto ambivalente: atractivo y amenazante. Recuerdo que a finales de siglo pasado se construía una carretera que conectaría a Cuacuila con Xaltepec; al paso de la máquina se derrumbaba reiteradamente el cerro, los masewal comenzaron a especular sobre si el dueño del cerro quería su ofrenda, o si éste tomaría la vida de algún trabajador en prenda. Entre los nahuas, es necesario ofrendar a la tierra, a los cerros, o los dueños de los manantiales, por transgredir su espacio, cuando se construye alguna obra o se usa su espacio. Se trata de una suerte de indemnización, de reconocimiento y atención a su condición de persona. Esta idea está muy presente, de ahí que cada vez que el Estado realiza grandes obras en su territorio los masewal se pregunten, no sin desconfianza: ¿habrán dado tlapalole?, o, ¿de qué magnitud debe ser la ofrenda para esa obra? Por lo general, para los grandes rituales masewal se sacrifican de 12 o 24 guajolotitos, o pollitos, pero en su momento escuché hablar a mis interlocutores que ante la magnitud de las obras que se construían seguramente el Diablo-ingeniero demandaría 12 o 24 niños como ofrenda, para ser colocados como xopechtle, en los grandes puentes y túneles de la carretera México-Tuxpan. Eso resultaba claramente amenazante para los pueblos nahuas de la región y generaba toda una serie de especulaciones. El asunto, además, se relaciona con la idea de la modernidad, la riqueza, el mundo mestizo y el Diablo. Pues, en realidad, es el Diablo quien exigía este pago por esta acción “modernizante” que genera “empleo y derrama económica”; los nahuas lo hubieran hecho de otro modo, sí realizando sacrificios pero de aves y llevando ofrendas a las divinidades benéficas. Así, modernidad, dinero, ingenieros-licenciados-médicos y mundo mestizo son asociados con bastante frecuencia.

A esta relación con la alteridad mediada por la zozobra y marcada por la memoria de agravios, despojo y violencia que se encarnan en personajes como los médicos, los ingenieros o los licenciados, representantes del Estado y sus proyectos de desarrollo, habría que sumarle el asunto de la procuración de justicia. Es decir, ¿en manos de quién está la impartición de justicia en estas regiones indígenas?, ¿tienen los pueblos masewal un acceso real, efectivo y equitativo a los sistemas de justicia del Estado? La impartición de justicia estatal está, desde luego, en manos de personas no indígenas, en manos de personajes amenazantes, los licenciados y funcionarios que medran con sus asuntos y que pocas veces favorecen alguna causa indígena.

El hecho trágico ocurrido en Papatlazolco resulta paradigmático, no sólo por su crudeza, sino porque revela una serie de prejuicios profundamente arraigados en torno a los pueblos indígenas y sus formas de justicia. Se les acusa, no pocas veces, de incurrir en los “excesos” de sus usos y costumbres, como si se tratara de prácticas arbitrarias e irracionales. Bajo esta óptica, los pueblos indígenas son considerados, a menudo, como sanguinarios, crueles o salvajes, lo cual actualiza un imaginario racista bastante presente en la sociedad nacional mestiza. Como si la violencia y sus excesos fuera privativa de los pueblos indígenas.
¿Se trata de un hecho irracional y salvaje, lo ocurrido en Papatlazolco? ¿O, más bien, de una reacción ante una alteridad percibida como amenazante, una alteridad que históricamente ha negado a los pueblos indígenas el acceso a la justicia, que ha despojado sus territorios, y ante la cual, con razón, se ha construido una profunda desconfianza? Cualquier explicación que aspire a comprender este hecho debe necesariamente situarse en el contexto exclusión, racismo estructural, violencia sistemática y despojo que padecen los pueblos masewal. Es ese entramado el que hace posible que una comunidad, marginada y vulnerada, actúe por su cuenta frente a lo que percibe como una amenaza.

Finalmente, no se trata de justificar, sino de comprender: de reconocer que esta violencia extrema también es efecto de otra violencia —más invisible pero constante— que se ejerce cada vez que una persona masewal acude a un hospital, a una escuela, a una oficina pública, o cae en manos del sistema de justicia mexicano. Es en ese escenario de abandono institucional y desigualdad persistente donde debe pensarse el horror de Papatlazolco. La condena moral, por sí sola, resulta insuficiente si no va acompañada de una crítica profunda a las estructuras que han convertido a los pueblos indígenas en objeto de sospecha, castigo y desprotección.

 

 

Iván Pérez Téllez es un etnólogo y antropólogo mexicano especializado en temas mesoamericanos, particularmente en la cultura nahua y la cosmopolítica indígena. Ha realizado investigaciones sobre el inframundo nahua a través de su narrativa, como se evidencia en su obra *El inframundo nahua a través de su narrativa* (2014), publicada por el INAH.

Notas relacionadas

Últimas noticias

spot_img