Fuimos a una cabaña más allá de Cholula, la intención era reunirnos con unos amigos y hacer una terapia de sanación escuchando cuencos. Recuerdo que días antes me preguntaba cómo sonaría el cosmos, estaba explorando esas sensaciones raras que el universo le pueda dar a uno desde el silencio de la madrugada. Cuando estábamos sincronizados nos acostamos boca arriba con los ojos cerrados y empezamos a respirar profundo, como a los quince minutos comenzaron los cuencos. De pronto, sentí que flotaba por el espacio. La vibración alcanzó mi tórax y mi tórax el alma y mi alma entró en otra frecuencia que iba descubriendo como si estuviera volando.
Luego de la gratitud que sentí al contar mi experiencia ante los demás compañeros, y de no saberme tan alejado a lo que iba sintiendo cada uno, al terminar los testimonios, comenzó la segunda parte: despertar el cuerpo con el baile.
Te veía en una danza desprendida del hilo de plata que te conectaba a la Tierra, soltabas el cuerpo y la cabeza en la esencia rítmica de un mundo que ya no era nuestro, sino cada quien era su propia constelación, el todo dentro de una misma órbita, como si en el nuevo sonido del tecno tropical que empezó muy despacio, uno se liberaba de los tormentos. Desde mi lugar veía como tus caderas se movían de un lado a otro siguiendo el compás de una marioneta intergaláctica.
Si había que pasar por una puerta fue la de ese umbral invisible, que se expandía en nuestras conciencias, como en un estado sublime donde el porvenir no era la necesidad de jodernos trabajando todos los días para pasar al siguiente, sino era una extensión en conexión con las dendritas del universo, donde las imágenes de expansión de la conciencia aparecían entrando a otro nivel sobre el conocimiento de las cosas.
El tecno tropical hacía su trabajo. No podía dejar de mirar tus pies que iban al ritmo de las diosas egipcias, cuando soltabas los brazos de un lado a otro, podía ver como tu energía verde caía sobre las cobijas de lana que servían de tapete. Un baile con el cosmos, mientras yo estaba detrás como un guardaespaldas salido de un lugar remoto. Fue tan interesante ese largo rato del día, que si no lo hubiera escrito, tal vez, nadie me lo podría creer, excepto los amigos y amigas que estuvieron ahí y sabían cómo era ese tipo de conexiones desde los círculos místicos.
Así como pasaron las horas en ese trance sonoro, ya era tiempo de volver a la realidad, en el mejor de los casos, nos sabíamos en medio de un caos capital que parecía salvarnos y olvidarnos en cada movimiento que se diluía entre la 11 poniente con 16 de septiembre, cruzando las calles en la moto para llegar rápidos al apartamento.
Rodábamos. Ahora era el sonido de la moto que construía otra materialidad, como si fuéramos entes refractarios metidos en un prisma entre la luz de la tarde poblana, la lluvia, el viento chocando con los cascos, una sola recta hasta llegar al centro de tu ombligo, y de ahí, en la tranquilidad de la cama flotábamos como delfines que se iban encontrando con el agua que llevaba el mensaje de otras vidas. Un momento, donde estar fuera del crepúsculo, se hacía arrebato.
Así que nos dimos esa oportunidad de vivir conectados a las sensaciones, al encuentro de una conversación secreta más arriba de las nubes de la catedral; de esas nubes que parecían un dragón escupiendo fuego en tu pecho, mientras te ibas quedando dormida.