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miércoles, agosto 13, 2025

Libertad de expresión: aristas y disyuntivas del oficio periodístico

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En México, decir lo que pensamos sigue siendo una conquista diaria. La libertad de expresión no es un cheque en blanco ni una mordaza disfrazada: es un derecho que se ejerce con cabeza fría y manos limpias. En el periodismo, además, es una responsabilidad: contar lo que pasa, explicar por qué importa y hacerlo sin miedo, pero tampoco sin red.

Conviene empezar por una distinción que a veces se olvida en el ruido de las redes: no es lo mismo opinar que informar. La opinión es un juicio de valor; no se “prueba” en tribunal, se argumenta. La información son hechos: requieren verificación, contexto y trazabilidad. Este “sistema dual” no es una sutileza académica; es el corazón de cómo protegemos el debate público y, a la vez, resguardamos la reputación y la vida privada de las personas. Cuando confundimos una con otra, fabricamos polémicas que alimentan clics, pero empobrecen la conversación.

Aquí aparece un estándar clave del que se habla poco fuera de las redacciones: la llamada “malicia efectiva”. En sencillo: si lo publicado versa sobre asuntos de interés público, para sancionar al medio o al periodista no basta con demostrar que hubo un error; hay que probar que se difundióuna falsedad a sabiendas o con desprecio temerario por la verdad. ¿Por qué? Para evitar el efecto amedrentador que tendrían las demandas fáciles sobre quien investiga al poder. No se premia el descuido, pero tampoco se castiga la equivocación honesta. El oficio —bien hecho— goza de un paraguas reforzado, porque sin él la crítica se apaga.

Aun así, los bordes son ásperos. Hay grietas donde se filtran abusos y descuidos. Del lado de los medios, la urgencia por “ganar la nota” empuja a publicar con verificación floja, titulares que parecen sentencia y fuentes “cercanas” que en realidad son rumores con saco y corbata. Del lado del poder —público y privado—, la tentación es usar el litigio como garrote: asustar a reporteros con demandas interminables o campañas de desprestigio para que desistan. Entre uno y otro, queda la ciudadanía, que merece información útil, verificable y matizada.

¿Qué hacer? Tres cosas, sin mareos:

1. Separar con bisturí. Señalar en el texto qué es hecho y qué es opinión. No es debilidad; es honestidad con el lector. Si hay duda o dato en construcción, decirlo. A veces el “no lo sabemos aún” informa más que el “trascendió que…”.
2. Dejar huella. Documentar el camino de verificación: apuntes, grabaciones, documentos, enlaces, por qué se confió en una fuente y qué se hizo para contrastarla. Ese rastro es defensa en tribunales, pero sobre todo es un seguro de calidad.
3. Rectificar a la vista. Errar es humano; corregir, obligatorio. No escondido, no a regañadientes. La cultura de la fe de erratas no es una mancha, es señal de que el medio trabaja de cara al público. Y en el entorno digital, actualizar con claridad y mantener histórico de cambios debería ser regla.

También toca hablar de redes sociales. Hoy un hilo viral puede arruinar reputaciones en horas y desaparecer al día siguiente sin dejar aprendizaje. El “periodismo ciudadano” amplía ojos y oídos, pero no sustituye la metodología. La solución no es patrullar la conversación, sino subir el estándar: enseñar a distinguir evidencia de especulación, exigir trazabilidad a quien afirma, premiar la paciencia frente a la primicia improvisada.

La Violencia Política Contra las Mujeres en razón de genero indispensable para proteger la participación política de las mujeres. No es un escudo contra la crítica, sino una herramienta frente a conductas con sesgo de género que lesionan derechos políticos. Cuando se usa para sancionar opinión periodística o crítica cívica sin elemento de género ni lesión real, choca con el art. 13 CADH y con la metodología exigida por el TEPJF. La llave está en probar (o desvirtuar): nexo político, sesgo de género y efecto limitativo; después, pasar el tamiz de necesidad y proporcionalidad de la respuesta estatal.

¿Y el lector? No es un espectador pasivo. Puede pedir cuentas con inteligencia: “¿Cuál es la fuente?”, “¿Dónde estáel documento?”, “¿Cómo se verificó?”. Puede consumir medios que muestran su proceso, no sólo su producto. Puede desconfiar de quien opina como si informara y de quien informa como si evangelizara.

La libertad de expresión no es una fiesta sin reglas ni un aula silenciosa. Es una plaza pública con semáforo: verde para la crítica robusta, amarilla para la duda razonable que pide más datos y roja para la falsedad deliberada. El periodismo vive en esa intersección. Nuestra tarea es mantener el semáforo funcionando, incluso cuando el tráfico se ponga imposible. Porque el día que la plaza se quede sin voces —o sólo con altavoces— ya no habrá nada que discutir. Y entonces sí, habremos perdido algo más que una nota: habremos perdido la democracia en miniatura que cada texto promete.

En Hipócrita Lector publicamos, escribimos y opinamos; defenderemos siempre nuestra trinchera, pues todos sabemos que la libertad de expresión se defiende usándola, no guardándola, no importa cuantos datos protegidos existan, no importan cuantos legisladores quieran acallarnos, nunca vamos a guardar nuestra voz, nuestras plumas o nuestro juicio, ¡¡ni nuestra capacidad de hacer público lo que pensamos!!9

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