Conservadora en su esencia, la política mexicana de la historia reciente sobrevivió entre ritos y adoración a ciertos lugares que se habían entronizado como cúspides del poder.
El inquilino era, entonces, el reflejo de ese poder.
Y todos sabemos lo que significó ese poder: excesos, conjuras, complicidades, decisiones unipersonales disfrazadas de responsabilidad de gobierno, expropiaciones, fraudes electorales, comilonas y hasta el lugar para una que otra amante en turno.
Casa Puebla era, para la política aldeana, ese centro de poder.
El Señor de Los Fuertes era uno de los tantos epítetos para definir al gobernador que sentaba sus reales en el inmueble mandado a construir por Carlos I. Betancourt, en la década de los 30, pero que tomaría su papel como residencia de los mandatarios estatales a partir de 1978.
Alfredo Toxqui Fernández de Lara fue, oficialmente, el primer inquilino. Su llegada estaba precedida de una serie de ajustes y decisiones para recuperar la gobernabilidad que Puebla había perdido a raíz de los conflictos universitarios y sociales.
Al final lo logró y abrió la puerta a una nueva generación de políticos que aspirarían a vivir en el mismo lugar.
Por Casa Puebla también desfilaron políticos que, de una u otra manera, soñaban con habitar otro recinto más poderoso: La Residencia Oficial de Los Pinos.
Guillermo Jiménez Morales llegó a ese lugar con la dinastía que había formado a cuestas. Su paso por la gubernatura fue solo uno de tantos en su lucha por colarse a la carrera presidencial. Logró llegar al gabinete federal, a ser el verdadero líder de los diputados en San Lázaro y, en el ocaso de su carrera, embajador de México.
Hubo otros como Mariano Piña Olaya que Casa Puebla fue el sitio donde se fraguó el mayor despojo campesino con la ilusión de convertirlo en un negocio privado (más bien, en un negocio para él y sus amigos).
Manuel Bartlett Díaz entendió muy bien de qué iba el asunto y no perdió oportunidad en montarse en la ola. El Proyecto Regional Angelópolis -cómo olvidarlo- surgió de varios días con sus noches, en esa residencia.
Bartlett caminaba por los jardines de la casa en la búsqueda por desentrañar los enigmas del poder nacional y local. Su espíritu estaba concentrado en la sucesión presidencial de 1994.
Dormía poco y sufría de insomnio, aseguran algunos.
Melquiades Morales Flores, siempre afable, convertía las visitas a la residencia en un encuentro con amigos.
Mario Marín Torres, por el contrario, la convirtió en el espacio donde jugar una cascarita de futbol con sus amigos y ahogar sus penas, acompañado también de sus amigos, en maratónicas reuniones de alcohol y rabia supurando por una costilla.
A diferencia de sus antecesores, para el oriundo de Nativitas fue el sitio para huir de la peor cara del poder que le impedía ser el centro del poder.
Fue en el sexenio de Marín Torres cuando la política poblana comenzó cuesta abajo en el mundo de los excesos y la descomposición política.
Fue justo en ese momento en que apareció Rafael Moreno Valle Rosas y exacerbó los excesos.
Casa Puebla, convertida en un bunker, fue el mejor espacio que el morenovallismo tuvo para hacer y deshacer a su antojo. A su dictatorial forma de gobierno se sumaron las grandes comilonas, los grandes recibimientos, las grandes remodelaciones. Todo grande, una forma de intentar demostrar que Moreno Valle tenía un gobierno grande, lo mismo que su poder.
A tal grado llegó el control que fue instalado una sala similar al C-5, toda una infraestructura de seguridad y vigilancia para monitorear paso a paso lo que ocurría en la entidad, en las oficinas públicas.
Moreno Valle, en su exceso, se convirtió en el Gran Hermano que todo veía y sabía.
José Antonio Gali Fayad llegó emocionado y exultante a vivir a Casa Puebla. Llegó como aliado de Moreno Valle y se fue como su enemigo.
Martha Erika Alonso Hidalgo solo vivió 10 días en ese lugar.
Su trágica muerte, lo mismo que de su marido, dieron fin a una etapa del poder en Puebla.
El morenovallismo quedó huérfano y no fue capaz de resistir una mutación.
Forjado en las más profundas arterias del poder, Guillermo Pacheco Pulido tomó una decisión sorprendente: no vivir en Casa Puebla.
Pero fue Miguel Barbosa Huerta el que puso la estocada final al centro de poder que tanto veneró la clase política poblana.
¿Qué hay detrás de un hombre que decide romper con el pasado?
Más aún: ¿Qué pasa por la cabeza de un hombre que decide sepultar el antiguo recinto de la veneración de los cortesanos?
Miguel Barbosa es un hombre que a muchos les ha costado entender.
Sus formas son diferentes a lo que se ha visto.
Su convicción no se vende por tres centavos.
No le interesa el negocio a costa del erario.
Por su mente no atraviesan los excesos que tanto definieron a sus antecesores.
Tampoco está en su hoja de ruta el pacto de complicidad.
Y, sobre todo, no es un hombre que tienda a rendir veneración a cosas mundanas.
Por eso los empresarios ratoneros no tienen cabida.
Tampoco el funcionario pillastre cuya finalidad es robar cinco pesos.
La diferencia de Miguel Barbosa Huerta con sus antecesores está marcada por muchas cosas, pero una ha quedado definida este fin de semana que decidió sepultar Casa Puebla como el ícono del poder local.
El mandatario está en la cruzada permanente de un nuevo régimen.
Y para que haya un nuevo régimen se necesita una ruptura con el pasado.
Interesante: la ruptura significa rompimiento y éste la separación de las partes de un todo, poniendo especial énfasis en deshacer su unión.
Casa Puebla era la unión de todas las partes del poder local.
El poder se transformó.
Cerrar un recinto de poder no es un hecho menor.
Es la marca indeleble de que el pasado no tiene cabida en el nuevo régimen.
Así como tampoco los excesos ni la desmesura del poder.