Nota del autor
Los personajes que cruzan esta novela, incluso aquéllos que parecen reales, son absolutamente imaginarios
Trama segunda: Los impostores
Capítulo 3. El Correo del Zar
Liza Cocoletzi se casó muy joven con el hijo de un funcionario de la administración de don Alfredo Toxqui, un gobernador que siempre vivió en bajo perfil. Todos los días, don Alfredo comía en su casa al lado de Sarita, su esposa, y hacía la siesta en esa Puebla levítica en la que no pasaba nada.
Liza conoció a Federico Hiervelagua, su esposo, gracias a él. Fede le propuso matrimonio en cuanto supo que la testosterona estaba afectando la química de su cerebro.
—Hasta en las madrugadas pienso en ti, chatita —le decía mirándole los abundantes senos.
El matrimonio duró poco. Dos años. Liza se negó a tener hijos, pues sabía que lo suyo era trabajar en el gobierno. Le gustaba el aroma del poder más que las joyas, el dinero y los viajes. Pronto se volvió muy cercana a varios gobernadores. También se hizo amiga y confidente de las primeras damas. Nadie dudaba de su lealtad. Sentó en su mesa, sexenio tras sexenio, a los periodistas locales y nacionales. Una llamada suya llegó a ser una orden para Joaquín López Dóriga, Fidel Samaniego y Carlos Loret.
En las alcobas del poder, sin embargo, conoció los más terribles secretos de muchos de sus amigos. Y esos secretos la llevaron a los más articulados lobbys. Conoció la traición de primera mano, tanto de ida como de vuelta. Y llegó a educar su olfato para oler las más bajas pasiones: ésas que se dan a la sombra del poder.
Vergara la conoció cuando ella aún provocaba delirios. Fue en una comida en La Boquería. Desde que llegó a una mesa de amigos, ella sintió la mirada del periodista. Y esa sensación creció en la medida en que los tragos se multiplicaron. Cerca de las ocho de la noche, la mano de Vergara tocó la de Liza, quien lo acercó a las piernas. La semioscuridad del restaurante generó una cercanía mayor. Terminaron metidos en el fuego en el asiento trasero de la camioneta de ella.
Esos encuentros se repitieron dos o tres veces más, hasta que Liza los dio por terminados. Del amasiato pasaron a una amistad madura y a la inevitable filtración de chismes, trascendidos y documentos oficiales. Vergara se volvió el Correo del Zar de la influyente funcionaria. El sexo no volvió a meterse entre ellos.
(Continuará).