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jueves, julio 17, 2025

Trama Décima: Alguno de los dos no estará mañana en este mundo Capítulo 49. ¡Nos vemos en el infierno, gángster!

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Nota del autor

Los personajes que cruzan esta novela, incluso aquéllos que parecen reales, son absolutamente imaginarios

Trama Décima: Alguno de los dos no estará mañana en este mundo.

Capítulo 49. ¡Nos vemos en el infierno, gángster!

Mircea Voland y su gato Popota estuvieron con Mario García Márquez, el padre de Lucero y la Chata, cuando éste se encontraba embebido en los cuerpos de sus hijas. De hecho, Mario hizo un pacto con él en una lonchería ubicada en la avenida del Taller, en la colonia Lorenzo Boturini, junto al Parque del Obrero. Mario se comprometió a entregar su alma a cambio de que Mircea lo protegiera de las denuncias en su contra: denuncias que iban del acoso sexual a la violación.

Fue un acuerdo implícito, no tácito. Gracias a sus amigos en los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, el rumano logró que las averiguaciones previas se congelaran. Mario se lo agradeció literalmente con toda su alma. Pasaron años de felicidad carroñera e incestuosa hasta que un cáncer brutal empezó a aquejar a Mario: un cáncer de colon y de recto. Todo empezó cuando nació su cuarta nieta. (La vida está llena de señales: el depredador sexual tuvo cuatro hijas y cuatro nietas). Su mal empezó con un dolor abdominal severo y unos calambres en el estómago. A los pocos días, le dio por sangrar a la hora de la defecación. Sus heces estaban bañadas de una especie de vino rosado. Su favorito. Mario no bebía, pero dos veces al año (en Navidad y en Año Nuevo) brindaba con un rosado de la casa Pedro Domecq.

Sus males continuaron. De pronto tenía diarrea y de pronto le sobrevenía estreñimiento. A esto se le sumaron una extraña sensación de que los intestinos no se vaciaban del todo al defecar, una pérdida de peso involuntaria y una fatiga constante.

Mario fue al Seguro Social y, mientras esperaba su turno, se desmayó en la antesala del infierno (como le llaman a la sala de espera del IMSS). No fue un desmayo común. Mario cayó al piso al tiempo que su recto expulsaba una masa cuajada en sangre. Lo llevaron a urgencias. Le mandaron a hacer estudios. Seis meses después descubrieron que tenía cáncer de colon y de recto, y que había hecho metástasis en el hígado, el páncreas y la próstata. Le quedaban tres meses de vida. Sus hijas celebraron el dictamen médico. La hora de la venganza había llegado.

Mario llamó al teléfono de Mircea Voland y le contestaron en una funeraria. Número equivocado. Siguió buscando en la sección amarilla del directorio telefónico. Del apellido Volado pasaba al apellido Volástegui. No aparecía ningún Voland.

Una tarde calurosa, a su casita de la vieja unidad habitacional de la CTM llegó un extraño personaje. Así se lo describió Lucero, su hija: “Te busca un señor que tiene el ojo derecho negro y el ojo izquierdo verde, la boca algo torcida, güero, de cejas altas, de unos cuarenta años y pico, de boina gris, ni pequeño ni enorme: simplemente alto. Ah, y trae cargando un gato enorme, negro como el carbón, muy feo”.

—¿En serio? ¡Es mi cuate… el ruso o rumano! ¡Que pase, que pase! —suplicó Mario desde su cama de enfermo.

Mircea entró al cuarto y le llegó a la nariz un tufo asqueroso. Olía a mierda, vómito y suciedad, pero también a muerte. (Soltó a Popota en el piso, quien se entretuvo con los restos de algo parecido a caca de ratón). Unas cincuenta moscas descansaban (y ponían sus huevecillos) en la antena del inservible televisor. De esos televisores viejos tipo Majestic. Mario estaba visiblemente delgado, ojeroso, demacrado (metido en una camiseta Rinbros que algún día había sido blanca).

Mircea escuchó una voz débil, apagada, muy lejana a la del depredador sexual que se metía por las noches a violar a sus hijas. Como pudo, Mario quiso negociar con él. Fue inútil. Vender el alma no es cualquier cosa, le dijo Mircea. No es como comprar este inservible televisor Majestic en abonos, le dijo. Uno no anda por la vida vendiendo el alma, le dijo, y una vez vendida (sonrió), no anda queriendo negociar una extensión. No soy abonero ni administro vidas eternas, le dijo. Lo mío es comprar y finiquitar, le dijo. Y es hora de esto último.

Mario entendió que no moriría en ese momento, sino algo peor: sufriría todos los días —con sus noches oscuras del alma— hasta que la flama se apagara. Y eso incluía sufrimientos atroces que ni la morfina ni el fentanilo podrían apaciguar.

Mircea, con un hilillo de baba cayendo de la boca un poco torcida, levantó a Popota del asqueroso piso y se despidió de Mario diciéndole en rumano “¡Ne vedem în iad, gangster!”. La traducción es lo que menos importa sabiendo que el emisor nació en Transilvania, está metido en la compraventa de almas, fue amigo de Poncio Pilatos y tiene un gato parecido al demonio. Al

escuchar la frase en rumano, Popota soltó un maullido tan agudo que hizo volar las cincuenta moscas que descansaban (y ponían sus huevecillos) en la antena del viejo e inservible televisor Majestic.

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