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sábado, abril 20, 2024

Sigilo 26

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Capítulo 26

 

La vara de Esculapio

 

Cuando desperté, con ese viento suave acariciando el perfil desnudo de mis hombros, vi nuevamente a Maribel, enfundada en su impecable uniforme de enfermera, sonriente, con una luz beatífica en los ojos.

Mi amiga revisaba parsimoniosamente el suero que me estaban infundiendo con fármacos desconocidos para mí, pero en cuyos efectos saludables debía confiar como tienen que hacerlo quienes no pueden dar su consentimiento. Yo me sabía capaz de darlo, pero nadie me lo solicitó, y alguna de esas sustancias viajeras en el líquido salino tenía el efecto de desconectarme de mi inmediata realidad. Todo eso hacía que desconfiara de quienes
estaban a cargo de mi cuidado.

Maribel vio mis ojos abiertos y me informó con su voz cálida que había estado fuera del aire mucho tiempo. Sus labios vaporosos casi rozaron mi oreja izquierda. El aire tibio de su aliento no hizo sino sacarme de quicio.

–Eso no puede ser cierto, hace rato estaba platicando contigo –le refuté enojada.

–Claro, pero en tus sueños, preciosa –me contestó divertida–. Estuve a punto de llamar a tus hermanas de la luz para que vinieran a despedirse de ti. Pensé que no ibas a despertar nunca.

–Y tú ¿cómo sabes de las Hermanas de la Luz? –le pregunté francamente desconcertada.

–¿No recuerdas que en la Clínica Mayo me contaste de tu grupo de estudio?

–No, no recuerdo haberte contado nada de ellas.

–Lo comprendo –contestó indulgente–, tu embarazo y tu parto fueron muy complicados. Y luego estos desmayos no permiten que tu memoria funcione correctamente.

–Sabes –le dije–, ya me estoy cansando de tantos hospitales, huellas misteriosas en mi cuerpo y las jaladas esotéricas que todos parecen compartir.

– Todo tiene un objetivo en la vida, Vale. El plan universal es perfecto aunque nos neguemos a entenderlo –me replicó con una de esas sonrisas que se me estaban volviendo insoportables.

No pude más, con voz entrecortada por la furia le pedí que saliera de mi habitación. Me miró compasiva y antes de retirarse puso en mi suero una sustancia más. Antes de que traspasara la puerta vi cómo se difuminaba en la luz.

Casi de inmediato caí en un profundo sopor. Lo que me acababa de decir Maribel rugía en mi cerebro como una cruel constatación: hacía meses que no estaba a cargo de mi vida, y lo peor, de mi pequeña hija. Una indefensa criatura a quien no podía garantizarle seguridad ni bienestar.

No supe cómo, pero nuevamente me precipité en un sueño tan vívido que aún lo tengo en la memoria como uno de esos episodios que puedes repasar detalle a detalle aún después de mucho tiempo. Más real y más preciso que cualquier anécdota de la vida misma.

Me había introducido a la casa de Cata: iba buscando algo que no sabía bien a bien qué era. Después de cruzar las diversas salas de la casa llegué al jardín. En medio de ese inmenso paraje, mitad selva asiática, mitad zoológico de animales exóticos, estaba ella, sentada en un sillón de ratán. En su regazo, como hacía mi abuela con sus cestos de costura, tenía enroscadas cuatro o cinco serpientes verdes espejeando a la luz de la tarde. Instintivamente supe que eran unos especímenes venenosos, custodios encargados de que nadie se atreviera a acercarse a la dueña de la casa. Un zumbido sordo se desató en el serpentario improvisado y me desalentó de seguir avanzando. Uno de los reptiles, el que reposaba en el centro de su falda larga y colorida, se mordía la cola. A los pies de ella se amontonaban las pieles viejas que hasta hace poco las cubrían. Otras dos, que parecían salir de atrás de ella, se enroscaban grácilmente en su cuello, como en la vara de Esculapio. Yo traté de decir algo o de retroceder, pero estaba petrificada. Tenía las manos adormiladas y mis piernas se negaban a obedecer.

Cuando desperté nuevamente era de noche. Sentí el peso de una cabeza sobre mi brazo. Era mi marido que murmuraba frases que no alcancé a entender. Cerré los ojos y Antonio siguió musitando. Fue entonces que lo escuché más claramente. Hablaba conmigo; me pedía que me recuperara. Aseguraba que no podría vivir sin mi persona, sin mis caprichos, mis libros estorbosos, mi planta venenosa.

Eso sí me emocionó. Un hormigueo en el brazo me hizo moverlo y entonces lo vi: la cara bañada en lágrimas. Sonreí y pasé la mano sobre su mejilla húmeda y rasposa por una barba de días.

Le dije entonces:

–Vámonos a casa.

Él me abrazó.

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