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sábado, abril 27, 2024

La Amante Poblana 11

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El día que mataron a Fernando, también algo murió dentro de Anais; no cómo se le muere una parte del alma a las esposas fervorosas… distinto, una muerte vívida.

Por la mañana se levantó como de costumbre a fumarse su primer cigarro con café. Checó el teléfono en espera de recibir el mensaje que casi siempre la esperaba los jueves, sin embargo, el buzón estaba vacío.

Salvo en contadas excepciones, Pedro no fallaba a la hora de quedar con ella en el consultorio, mientras supuestamente, Anais iba al gimnasio.

Como la paciencia nunca había sido su mayor virtud, salió al balcón y le hizo una llamada. Nada. El teléfono la envió directo al buzón de voz, ese que nadie usa.

Fernando tardó en bañarse. La molestia de Anais iba in crescendo cuando notaba que Pedro se ponía en línea y el mensaje deseado no llegaba.

Se puso sus mallas, entró al baño sin tocar la puerta y se acercó a su marido para anunciarle que se iba. Avanzó entre el cancel y la cortina de agua, y le dio un beso rápido, húmedo por el vapor, pero seco.

–Te dejé avena en la barra. No olvides recordarle a Roberto Santos que tengo lista su propuesta. ¿Vienes a comer?

–Tal vez un poco tarde; si ves que no estoy acá a las tres, come. Vete, ya se te hizo tarde para la clase de spinning.

–No importa, sólo voy a los aparatos.

–¿Qué te toca hoy?

–Piernas.

 

Esas fueron las últimas palabras que cruzarían Fernando y Anais. No en el día, sino en la vida.

Tomó la ruta más corta hacia el hospital. Hizo un tiempo récord entre que apretaba el acelerador, pasaba topes y veía el WhatsApp en espera del mensaje.

¿Qué carajos esperas para responder? ¿Por qué me mandas al buzón y te veo en línea grandísimo hijo de puta?

Anais llevaba algunas semanas sospechando que su amante salía con alguien más; una paciente voluptuosa con la que se había topado en distintas ocasiones.

Si alguien conocía la mirada de Pedro, era Anais. Sabía cuando estaba preocupado, cuando estaba ansioso, cuando estaba a gusto, cuando estaba nervioso, y cuando se ponía lascivo.

El brillo que desprendían los ojos del médico cuando despedía a esa mujer, era parecido al que le provocaba ella cuando comenzaron su romance.

Llegó al hospital y subió al piso del consultorio.

Aunque para esas horas ningún médico despachaba en la torre, a menos que fuera alguna urgencia, el ritual del encontronazo matutino era: él dejaba entreabierta la primera puerta de cristal, ella entraba, y tomaba las llaves que previamente él metía en la primera maceta junto a las butacas.

Nada. La puerta de vidrio, perfectamente cerrada. Silencio abrumador. Forcejeó un poco la manija y no cedió. Hizo una nueva llamada y se fue directo al buzón. Pedro no estaba dentro.

Salió de la torre de consultorios, y para pensar un poco más claro, fue a la cafetería y pidió un expreso doble. Pagó. Mandó un mensaje escrito: “¿Todo bien? Te he visto en línea varias veces durante lo que va de la mañana, y nada, no me lees. Ya me preocupaste”.

Subió a su carro y por inercia echó a andar rumbo al gimnasio, pero de inmediato dio volantazo y se dirigió al departamento de Pedro.

Anais tenía una copia de la llave que alguna vez, muy fresca la aventura, él le había dado.

Todavía antes de estacionar el carro en el cajón del subterráneo, intentó comunicarse con él para no irrumpir con violencia, pero otra vez, buzón. Buzón y ninguna respuesta a su mensaje ni nueva conexión.

Tomó su bolsa, se pintó la boca y se amarró el cabello en la coleta alta que tanto le prendía a Pedro cuando la veía llegar. Vio que, en efecto, el carro del doctor estaba en su sitio. Se acercó y le tocó el cofre. Frío, muerto. El carro no había arrancado hasta ese momento.

Tomó las escaleras de servicio para no pasar frente al lobby, en donde seguramente ya estaría instalado el recepcionista gordito que siempre le hacía fiestas al verla.

“Si este cabrón está con esa vieja llena de bolas, seguro al verme, el gordito buena onda se me va a voltear y le dará el pitazo”, pensó en lo que llegaba al segundo piso para así tomar el elevador.

Oprimió el botón 14, piso donde estaba el departamento. “¿Será que quiero saber si tiene a alguien más? ¿Y si no, y hago el ridículo? ¡Carajo, si nuestra relación ha jalado precisamente porque nunca le he hecho una escena como estas!”.

Pensó en recular, cuando el elevador se abrió. Ahora tenía la puerta enfrente. La decisión todavía no estaba tomada. La llave estaba en su bolsa. Podría hacerse dos pasos hacia atrás y seguir la vida tal cual estaba: dándole siempre la ventaja sobre los demás, sobre todo frente a Fernando, que estaba viviendo, sin saber, sus últimos momentos en este mundo.

Metió la llave en la chapa, dio vuelta, la puerta cedió. Entró con pasos inseguros. Vio que sobre la mesa de centro había dos botellas de tequila vacías y restos de cocaína junto a su tarjeta de miembro del hospital.

La sangre le hirvió. Respiró tres veces y supo que, de cruzar el siguiente umbral, todo estaría consumado: su viaje erótico perfecto con Pedro se derrumbaría al instante.

Quiso encender un cigarro por los nervios, pero como Pedro no fumaba, se estaría delatando al instante.

Se asomó hacia el ventanal y…

“Chingue su madre, lo que sea que truene ya. Pero, no. Anais, Anais, tú no eres esto: eres la amante, él es tu amante; tienes marido, las cosas son abiertas, por eso son buenas, por eso funcionan; vete ya”, se decía en un monólogo interno.

Pero la duda mata y los sueños de la sinrazón también engendran monstruos.

Abrió la puerta con fuerza.

Pedro estaba empiernado con alguien como se lo temía.

Pero no era la paciente voluptuosa; era un muchachito como de veinte años de facciones finas.

El residentito, como le llamaba Pedro.

“Un chavillo ejemplar”.

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