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jueves, abril 25, 2024

La Amante Poblana 30

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Capítulo 30

Primer round, primero

 

Narda se levantó de súbito para dirigirse al baño. Tomó su pequeña bolsa y caminó tambaleante por el corredor pese a que había un tocador para visitas más cerca.  

Anais, de lo más divertida, se acercó a Manuel sin dejar de aprisionar sus piernas. Le puso la cara de costado, rosándole el cuello. Respiró profundo con la nariz y le besó la oreja.  

Manuel, haciendo un movimiento preciso, cambió la posición de sus piernas dejándolas dentro de los muslos de ella. Volteó entonces hacia abajo. El cuerpo de Anais se fue para atrás quedando con las palmas en las reposaderas de la silla. Ella aplicaba una fuerza opuesta a las rodillas de él. Le sonrío mientras su cara se tornaba roja.  

–¿Qué estás haciendo, reinita? ¿Ya te cansaste de tu doctorcito?  

Anais soltó una risilla nerviosa y cedió la resistencia de sus muslos. Manuel, con una sola estirada de brazo movió la silla de Anais para que quedara expuesta la mitad de cuerpo que la mesa escondía. Las palpitaciones de su corazón nervioso hacían que el vestido negro rebotara a la altura del pecho. Dejó abiertas las piernas, lo suficiente como para que sólo se asomara el encaje de las medias y las pinzas de las ligas.  

Manuel movió su silla para quedar paralelo a ella. Al fondo se escuchaba a el grifo de agua que Narda había abierto.  

Anais se apeó hacia adelante apretando con sus uñas las dos muñecas de Manuel. Las condujo hacia sus rodillas. Él, completamente en su centro, dejó que ella moviera los hilos. Los dos pares de manos sobrepuestas recorrían los muslos de Anais de afuera hacia dentro. Él no la miraba a los ojos, sólo seguía el movimiento de las manos para luego sacudir las de ella con violencia y bajar las suyas hacia los pies.  

Le quitó un zapato que aventó hacia un lado, luego se hincó y le sacó la media rompiendo el herraje del liguero. Olió un segundo la seda y la guardó en su bolsillo del pantalón. Anais llevó la mano derecha sobre la cabeza de Manuel, la textura de su cabello cano la puso todavía más cachonda. Trataba de contener la respiración en tanto él se embebía besando sus corvas. Manuel regresó a la silla sin soltar el pie de Anais. Se echó hacia delante y se lo metió a la boca. Ella dejó caer su cabeza sobre el respaldo de la silla disfrutando cómo Manuel le metía la lengua entre los dedos.  

El grifo del agua dejó de escucharse. Ambos voltearon hacia el corredor en espera de que se escuchara la vuelta de la chapa. Anais bajó la pierna desnuda, y para no evidenciar tan burdamente el ataque, se sacó a toda velocidad la media que le quedaba. Se quedó descalza. Manuel perpetro un último ataque y saltó sobre ella sólo para subirle la falda y arrancarle los calzones. El corazón de Anais se le había instalado en la entrepierna humedecida. Manuel se guardó la prenda en el mismo bolsillo donde minutos antes puso la media. Narda salió del baño repuesta, con el bilé retocado y lista para seguir el jolgorio. Dando pequeños pasos oblicuos de baile fue a la cocina para abrir el refrigerador y sacar la champaña.  

Manuel se llevó las manos a su entrepierna para tratar de bajar el asta que se había alzado con la escena anterior. No lo consiguió del todo. Anais apuró su copa de vino, y desfachatada, subió su pie desnudo a la silla de Manuel en busca de que la sangre de su presa no dejara de estar erguida. Manuel cachó el pie y opuso resistencia. Anais buscó su mirada, pero Manuel, sabiendo bien cómo jugar, se levantó para alcanzar a Narda que no podía con el corcho de la botella. 

¿Qué pretendía con su abogado? Apenas una hora antes hablaban de las clientas que toman ventaja para alcanzar fines personales. Pero no. Ella no quería que Senderos le recuperara el departamento a cambio de ofrendarle el pollo, como se comentó. Lo que comenzaba a sentir era algo inédito. Una atracción inverosímil por aquel hombre cuya rudeza le atraía más que espantarla. ¿Por qué Manuel no la veía a los ojos? ¿Por qué no le seguía el juego pese a que ambos sabían que Narda era una alcahueta profesional que terminaría por entender las señales y se marcharía? ¿Por qué en vez de buscar su boca rojo sangre se entretuvo lamiéndole los pies? ¿Su fetiche entonces estaba en otro lado?  

Todas esas preguntas pasaban le pasaban por la mente, cuando el sonido del corcho expulsado de la botella la regresó a la realidad.  

–¡Burbujas, Anais! ¿En dónde tienes las copas para el champú, darling?, gritó Narda.  

–Ahí, en la puerta junto a la campana de la estufa.  

–A ver, Manuel, alcánzamelas, no seas malo. Que yo no llego.  

Manuel sacó tres copas y las dispuso en la barra. Sirvió el líquido espumoso hasta que se derramó sobre el cristal. Sin hablar le pasó su copa a Narda, que seguía bailoteando sola junto a las periqueras y él recogió las dos copas restantes. Caminó hacia el comedor, le dio la suya a Anais y se sentó en silencio.  

Narda supuso que algo había pasado en su ausencia y al sentir esa tensa calma volvió a activar su memoria y siguió hablando como tarabilla.  

Anais y Manuel reían a medias, la atención se había desperdigado. Cada uno tenía su historia alterna dentro de la cabeza. 

Cuando se terminó la champaña, Narda dijo: bueno, queridos, ya se me pasaron las cucharadas, y como odio hacer desfiguros, me voy. Manuel, querido, un agasajo verte de nuevo. Mi niña, te busco mañanita.  

Manuel se levantó para jalarle la silla a Narda que, sin perder la vertical, se dirigió a la puerta y despareció tras ella.  

Manuel se desvió a la sala para agarrar su saco. Sacó su teléfono y se puso a marcar.  

–¿Qué pasó? ¿A quién le llamas? 

–A mi chofer, reina. La pasé estupendamente, pero mañana tengo una cita a las ocho y me tengo que alistar desde temprano. 

–Cómo, ¿ya te vas? 

–Sí, ya es hora. No sabes lo bien que la pasé.  

Hey, hey. ¿Hice algo? No sé qué decirte. ¿No te gustó lo que pasó?  

–Me encantó, reina.  

Anais se le acercó y le quitó el teléfono de las manos. Sonaba un bossa nova de Vinicius en la bocina.  

Lo atrajo hacia sí. Manuel le tomó la cintura y la apretó contra su pelvis. Se miraron a los ojos por primera vez en toda la noche. Le metió la mano derecha entre el cabello y de un jalón llevó su cabeza hacia su hombro aprisionándola entre la comisura que va de la clavícula al cuello. Evitando verla a la cara, bailaron muy lento. Manuel recorrió su brazo sin dejar de apretarla contra él, se llevó la mano de Anais hacia la boca y la besó. Aprovechó la luz que caía sobre ellos para ver de cerca sus uñas pintadas de rojo (un nuevo fetiche). Vio una marca en su muñeca.  

Rindió la fuerza y ella pudo entonces posar su frente sobre la de Manuel.  

Con esa voz ronca que tanto la perturbaba, le preguntó por qué la marca sobre la muñeca.  

–Estupideces de juventud, dijo ella.  

–¿Eres depresiva?, dijo él en un tono mezzo que no le conocía.  

–Digamos que a veces es difícil ser uno mismo.  

–Has llevado una vida muy cabrona, ¿no? 

–Digamos que he vivido y me he tenido que defender. Y hay días que estoy harta y desearía ser como todas las demás.  

–Una mujer de casa, con hijos, con un esposo como el que tuviste. Adaptada, sin apetitos, sin locura.  

–Así, pero no puedo. No nací con esos músculos.  

–Eres una buena mujer y no va contigo vacilar en esos abismos. Si hay algo que me sorprendió desde que retomamos la amistad es que no le temes a nada. Eres verdaderamente libre.  

–Y esa libertad, aunque no lo creas, me pone en un gueto, Manuel.  

–Ya lo sé. Acá nadie va a aplaudir tu arrojo, al contrario.  

La canción cambiaba y seguían apretados en un abrazo amoroso. Anais sentía ganas de llorar, pero no reconocía de dónde venía ese impulso.  

–Me emputecí contigo, Manuel. Y creo que ya me arrepentí.  

–Me encantó que lo hicieras, pero piénsatelo bien. Yo no soy como el doctorcito que te andaba cogiendo.  

–No, no eres así. Tú quieres ser un moralista, pero en el fondo eres igual que yo: una bestia herida.   

Ja, un moralista.  

–Ese discurso reprime tu monstruosidad, y yo veo eso en ti al loco, es lo que me encanta.  

–No quieras domar esa bestia. Nadie puede.  

–No me va a morder. A mí no.  

–¿Quién sabe? Por eso estoy solo ahora.  

–Me intriga todo de ti, ¿de dónde viene esa corteza tan dura?  

–Déjala donde está. No te atrevas a rascarle. Es mejor.  

–Tengo un gran defecto: aunque no me lo creas, siempre me he empeñado en querer salvar a mis hombres.  

–No necesito que nadie me salve. Estoy intacto, soy feliz siendo un antisocial, un animal estepario.  

–No sé con quién hayas podido ser tú mismo. Supongo que tus mujeres han acabado huyendo porque puedes ser francamente insoportable. Un macho total.  

–Tú no quieres meterte con un macho de mi calibre, créeme. Estás jugando a la cazadora porque has querido ponerte la malla de cota que nos ponemos los hombres. Y te ha resultado porque te has metido con puro blandengue. No quiero ni saber con cuántos.  

–¿Por qué no? ¿Qué te importa? ¿Hiere tu ego de macho? ¿Te apena que tus paisanos digan que tienes algo que ver con una libertina como yo?  

–Eso me vale madre, pero no te salgas del tema, sabía que detrás de esa brutalidad tuya había un vacío enorme. ¿Has querido matarte?  

–No con determinación, pero sí he estado cansada de vivir. Lo que me está pasando ahora, a partir de que mi esposo se murió, no sé cómo manejarlo. Los primeros días creí que me sentiría liberada, sin embargo, ignoro qué hacer con esa libertad. He cargado con ella toda la vida y mírame, estoy abrazada al macho más temido de los alrededores. Igual lo que necesito ahora es yugo. Puede ser. ¡Pónmelo en el cuello!  

Comiendo de su mano, el hábil Senderos la embistió a besos. Anais respondió como si cada poro de su cuerpo fuera una serie de ventosas que lo succionaban hacia su centro.  

Caminaron apretándose por el pasillo que conducía a la recámara. Anais le sacó diestramente la camisa y el la encarceló en una esquina del pasillo para despojarla del vestido negro. Le lamió los hombros y la volteó de espaldas para desabrocharle el brasiere mientras le jalaba el pelo dejando que su vaho le entrada por los oídos.  

Llegaron al cuarto. Ella se sentó en la orilla de la cama y le abrió la bragueta.  

Mama, le ordenó él con una voz imperativa.  

Ella, dócil rehén, se bajó y con una ternura repentina se obstinó en su labor de extraerle el veneno.  Él se retorcía de placer dejando salir unos bufidos como de toro agónico. 

Luego ella alzó la cara, se puso en pie y lo besó en la boca rodeándole el cuello con los dos brazos, llevando sus manos hacia las orejas con la finalidad de marcar el ritmo y la intensidad del beso.  

Cayeron en la cama. Anais lo tocaba fervorosamente. Se limaba la vulva contra su pierna. Pero eran los besos largos y entregados de él lo que la hacía no querer renunciar a ese momento.  

De repente Senderos la sujetó de ambos codos y se los puso junto a la cabeza dejándola inmóvil debajo de él.  

–No te voy a coger. Hoy no. No quieres esto.  

–¡Sí quiero!, qué no me ves, ¡cógeme ya! 

–No, reina. Bebiste demasiado. Estás a mi merced, toda vulnerable. Anais no se le sacrifica a un macho como corderito.  

Ambos sonrieron con malicia.  

Manuel la soltó y se comenzó a vestir.  

–Oye, no jodas, ven acá. Ve cómo estás, ve cómo estoy. Métemela ya, ahorita.  

–Eres una criatura fascinante, Anais. Una fuerza de la naturaleza.  

–¿Te da miedo? 

–No, miedo no. Pero no te voy a coger ahorita. Tendrás que estar en tus cabales.  

Ah, es cuando el señor quiera, como yo di el primer paso… el cazador eres tú, entiendo.  

–Ven acá. Acércate.  

En otras circunstancias, Anais estaría furiosa, humillada, sin embargo, sabía que tenía enfrente a un ajedrecista, a un litigante que tiraba hacia su propio lado; un primer actor ejecutando su papel de villano, un macho absolutista que de la nada, sin querer, con un sigilo magistral, la había llevado hasta donde él deseaba. Y ahora se retiraba, dejándola desarmada, atónita. Él quería jugar a su manera, dominándola, llevando la batuta y marcando territorio. Estaba en su casa, no en la de él. Si se pusiera dentro de la cabeza de Manuel, pensó Anais, él estaba convencido que en ese instante llevaría una desventaja. Peligro. La danza del cortejo se había dado sin contratiempos, pero al ser él testigo directo de su drama personal, necesitaba ubicar a la presa en un terreno suyo o mínimo neutral. Evitar la escena incómoda de despertar en la cama de ella, sin sus cosas cerca, sin su cepillo de dientes, sin saber de qué humor amanecía o si el maquillaje corrido la volvía un ser amorfo e indeseable.  

–Está bien, ya vete. Ha sido hasta ahora una de las noches más deliciosas que he vivido.  

–Te veo mañana en mi despacho. Me olvidé decirte que llamó Concha, el MP. Va a citar a tu amantillo, así que llévalo, que venga contigo para que lo ponga al tiro sobre lo que le van a preguntar.  

–¿A tu despacho? ¿Lo cito ahí?  

–Sí, los veo a la una.  

–No puedes mejor darme a mí la instrucción para decirle lo que debe contestar.  

–No, quiero ver al hijo de puta ése.  

–¿Para qué?  

–Para ayudarte. Seguro es un pendejo que se va a poner a temblar frente al juez.  

–¿Te dan celos? 

–En mi vida he sentido celos por nadie.  

Mmmm. Bueno, allá te vemos.  

Okey. Gracias por todo, reina. Estuvo exquisito, de principio a fin.  

–Pudo haber estado mejor aún, pero no me dejaste. 

–Te espero mañana. Y un favor: ve sin medias y, si se puede, con zapatillas abiertas que te quiero ver los pies.  

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