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jueves, abril 25, 2024

La locura de correr antes de que salga el sol

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Para mí todo empezó cuando Julia, mi segunda hija, tenía cinco meses. Alonso, mi primer hijo, acababa de cumplir tres años y por supuesto mi vida había cambiado radicalmente en ese periodo de tiempo.   

Por lo menos durante los diez años anteriores me dediqué a viajar. Me encantaba improvisar, llegar a lugares sin saber exactamente qué iba a encontrar. Muchas veces viajaba sola y con poco equipaje. Recorrí en ese tiempo todos los países de África subsahariana, estudié una maestría en Londres, conocí gente de todas las esquinas del globo, y después, un día, nacieron mis hijos y el mundo se frenó.    

Los primeros meses de su vida duermes poco y después dedicas el día a contemplarlos. Eres absolutamente todo para ellos. Les das de comer, los calmas, los duermes. Las grandes emociones de tu día son sus primeras sonrisas. Salir de tu casa con un bebé implica una infinidad de cosas: qué hay que planear y empacar, qué hay que prever.    

Un día, sentada en mi casa con Julia, sentí de pronto la necesidad de correr. Siempre había envidiado a la gente que pasaba por la calle corriendo y haciéndolo parecer muy fácil. En su libro Nacidos para Correr, Christopher McDougall dice que el interés por la carrera de distancia en Estados Unidos siempre se ha disparado a la par de una crisis. Primero, durante la Gran Depresión. Luego tuvo un auge en los setenta, después de Vietnam y durante la Guerra Fría. Correr se puso nuevamente de moda después de los atentados del 11 de septiembre. Y ahora hay un nuevo boom a raíz de la pandemia. Podría ser una coincidencia. Esto me pareció lógico. Por lo menos en el momento que elegí ponerme a correr yo pasaba por una crisis personal. McDougall argumenta que las crisis movilizan nuestras habilidades de supervivencia más básicas. Corremos porque tenemos miedo, pero también porque correr se siente bien. 

Antes de pararme a correr por primera vez ya estaba inscrita al maratón de París. Necesitaba una motivación para llegar a correr. Y a esas alturas, también una excusa para viajar.  

Realmente no sé en qué momento me convertí en corredora. Así nacen los corredores: sin darse cuenta. Sé que día lo decidí. No corría ni 30 minutos. Sufría desde una noche antes sabiendo que mi despertador iba a sonar antes de que el sol siquiera se asomara. Durante meses me dolía todo el cuerpo. Pero, sin darme cuenta, empecé a respirar mejor, a aguantar mayores distancias y a disfrutar el camino.  

Despertábamos los miércoles a las 4:10 de la madrugada para correr en los Fuertes antes de que los coches nos ganaran. La primera vez pensé que iba a ser la única. No podía entender que hubiera otros dispuestos a esa locura. Hubo un día a las 4:40 de la mañana que caía una tormenta. Salí de mi casa esperando que parara antes de llegar a Los Fuertes, pero llovía cada vez más. A las 5:10 empezamos a correr en medio del diluvio. Nadie quería parar. 

Los fines de semana subíamos al Paso de Cortés para correr a cuatro mil metros de altura. Hay quienes la soportan muy bien. Yo sentía que alguien me pisaba el pecho mientras intentaba trotar con 190 pulsaciones por minuto.  

Llegó la pandemia, y el maratón del París —por el que me había despertado a horas inmundas de la mañana— se canceló. Cuando me di cuenta ya llevaba dos años corriendo. Ya no corría sólo porque tenía que aguantar un maratón. Seguí corriendo porque se sentía bien. Cuando viajaba conocía la ciudad antes que nadie y con otros ojos. Durante los primeros meses de la pandemia correr fue mi mejor terapia. Era ese espacio a solas que tanto necesitaba. Corriendo vi cientos de amaneceres. Me di cuenta que correr tiene menos que ver con el cuerpo que con la cabeza.  

Corrí por fin, en octubre pasado, el maratón de Chicago. No importa cuántas personas corran a tu alrededor, la carrera es sólo contra ti mismo y tu cabeza. Y contra tu sistema nervioso, que está diseñado para ahorrar energía y no comprende nuestros intentos por hacer ejercicios inútiles (no por supervivencia). Los últimos diez kilómetros aceleré como si me acabara de parar a correr. Estaba eufórica y emocionada. Sólo quien ha corrido una carrera así conoce la satisfacción que da cruzar una meta. 

Cuando lo hice en Chicago, pensé en mis hijos y en esos amaneceres en el Popo, y en todas las luces de las ciudades encendiéndose al paso de los corredores. 

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