Desde que tengo uso de razón, la gastronomía ha estado en mi vida. Lo veía en el amor que mi madre ponía en todo lo que cocinaba mientras nos alimentaba cual bestias hambrientas a mis cuatro hermanos y a mí, pero antes de ella, mi madre había aprendido de mi abuela.
Esas abuelas que crean cosas perfectas con sus pequeñas manos que también dan apapachos al por mayor son herencia ancestral. Yo no sé, pero mis abuelas tenían el don de hacer comida deliciosa con pocos ingredientes.
Mi abuela Lupita –con sus frijoles quebrados, queso y crema caseros y salsa martajada de jitomate asado– hacía que el peor día se iluminara por completo. Son ese tipo de platillos que nunca tienen el mismo sabor en otro lugar, en otro hogar que no sea el de mi abuela.
Lo mismo pasaba con mi abuela Emma, quien siempre que llegábamos a su casa nos recibía con tremendo banquete digno de un Ejército entero.
Todo lo que ella hacía lo guardo con recelo en el rincón más preciado de mi memoria para que nunca se me olviden esos sabores que nunca más volveré a experimentar.
Su salsa de molcajete de guaje verde, chiles serranos, ajo y cebolla hacía que la cecina asada con nopales y cebollas tiernas fueran un plato celestial, mientras que sus picaditas de salsa de jitomate, queso añejo y un toque de cebolla también hacían despertar a las 7 de la mañana. Todo era una reverencia cuando se le visitaba: sus chiles rellenos, los huevos en salsa, y cualquier guisado eran motivo de felicidad era verla hacer tortillas con una sonrisa indescriptible, ahora sé que es esa felicidad que te da al cocinar a quien más amas en la vida.
De eso no me di cuenta muchos años después, ya cuando uno toma cierta edad y se da cuenta de lo más valioso de los momentos, de la vida misma.
Mis abuelas demostraban su amor al cocinar y al enseñarlo. Recuerdo perfecto que mi abuela Emma me enseñó a hacer tortillas, lo hizo pacientemente y, a pesar de que lo hacía de una forma pésima, nunca me regañaba; al contrario, me consentía y me decía que, si la comida no tenía un aspecto estético, lo más importante era el sabor, pues al final, la comida siempre tenía un mismo fin que era el alimentar.
Mis abuelas cuando murieron tuvieron todo un ejército de personas que ayudaron en la cocina, lo hacían con ojos tristes, pero sonrisas, era una especie de ritual que solo en esos momentos he experimentado. Era tratar de aliviar la muerte por medio de comida deliciosa era ofrecer sin ningún fin un consuelo a los que lloraban una pérdida irreparable.
Fue tanto el consuelo que aún recuerdo las tortitas de arroz en salsa de jitomate que mis tías hicieron en el funeral de mi abuela Emma. Si no hubiera sido por ese platillo creo que nada me hubiera sanado de esa herida.
Con mi abuela Lupita también lo fue. Vi a todas esas mujeres con las que cocinaba mi abuela unida para darle un banquete a su memoria.
No me imagino mejor herencia que los recuerdos y la comida, sus enseñanzas en la cocina y también los sabores que aún están en la memoria, mientras que justo ahora babeo al recordar cada uno de mis platillos favoritos que ellas me compartían con tanto amor.