Carlos Chimal

César Milstein obtuvo el Premio Nobel en 1984 por su aportación al torrente de conocimiento que hoy nos permite afrontar la vida cotidiana con relativa facilidad frente a nuestros microscópicos depredadores, virus, y algunos hongos y bacterias. Fue pionero del senderismo con mochila en la espalda, disfrutaba mucho andar en bicicleta, llevaba la música por dentro. Al cabo de varias charlas con él, descubrí que la trayectoria de este benefactor de la humanidad parecía haber salido de una obra musical sobre la lucha humana por vivir mejor.
El periodista argentino, Mario Gabrielli, amigo del profesor Milstein, cuenta que, a la menor provocación, improvisaba ocurrentes letras (muchas de ellas muy agudas) y las cantaba mientras iban a cualquier parte. Hasta el final de su vida inspiró la creación musical. Así, investigadores de química de la Universidad Nacional del Sur en Bahía Blanca, Argentina, aficionados al género folklórico, compusieron una bella melodía dedicada al periplo del profesor Milstein.
César Milstein gustaba de llevar a cabo largas caminatas a través de las calles de Cambridge, su entrañable poblado del Reino Unido. Su madre padeció una afección cardiaca y él había heredado esa condición. Como dije antes, caminaba largos trechos en la región austral. Pero aquí, en Cambridge, con la carga de trabajo de laboratorio y la obligación de pastorear estudiantes de posgrado, no era nada fácil. Armado de disciplina, seguía una dieta estricta y caminaba de manera rutinaria largos tramos.
“Usted es de los míos”, le dije. “Vos sos de los míos”, contestó él.
Y no podía faltar la bicicleta, según Gabrielli.
Un par de ocasiones caminé con él desde el Medical Research Council hasta Market street, donde nos sentamos frente al mercado instalado en la plaza. Habíamos completado poco más de cuatro kilómetros. Sus múltiples ocupaciones lo mantenían estudiando el complejo campo de la inmunología con bases químicas. Aun así, estuvo dispuesto a contarme su historia, salpicada de los momentos convulsos que sacudieron la nación argentina. Estuvo dispuesto a hablar de algo que a él y a muchos otros argentinos lastimó profundamente. Su exilio, entre voluntario y forzado en Reino Unido, estuvo determinado por su convicción política, su talento para la ciencia, su pasión por la música y la poesía que ésta conlleva.
El profesor Milstein supo interpretar la revisión epistemológica de la biología en los años de 1960, cuando los inmunólogos consiguieron visualizar de manera azimutal las formas de vida microbiana y viral. Eso llevó a la genética molecular al primer plano de la bioquímica. Asimismo, ayudó a consolidar una ciencia híbrida, mezcla de biología y química tradicionales.
Sin embargo, el profesor Milstein experimentó un proceso accidentado de conciencia política antes de dedicarse a la ciencia. Tan rabioso era su desacuerdo con el gobierno de Juan Domingo Perón que estuvo a punto de abandonar sus estudios universitarios por la lucha política. Su madre lo convenció de no cometer ese error, lo cual le trajo una felicidad extra.
“Estudié ciencias químicas en la Universidad de Buenos Aires”, me dijo, “en cuyas aulas conocí a mi compañera de toda la vida, Celia Prilleltensky. Siu hubiera desertado, me habría perdido de una persona extraordinaria”.
Celia fue una connotada pianista, trayendo la música a la intimidad del hogar.
Luego de obtener un primer doctorado en bioquímica, el profesor Milstein ganó una beca a fin de proseguir sus investigaciones tempranas en Cambridge. En el legendario laboratorio Henry Cavendish conoció a otra leyenda, Fred Sanger, quien ya había sido galardonado con su primer premio Nobel por idear un método para secuenciar proteínas y, de esa manera, esclarecer la secuencia de la insulina. La charla con Fred apareció en este suplemento (Agosto de 2025), así como en las páginas de Hipócrita Lector.

“Fred me indujo a indagar en el alucinante mundo de los anticuerpos monoclonales, esas extrañas moléculas cuya estructura acababa de ser descubierta por Gerald Edelman y Rodney Porter (1962), lo que les valió el Nobel una década más tarde”, dijo el profesor Milstein.
Un anticuerpo típico es una molécula en forma de Y, con un par de cadenas pesadas por un lado y un par de cadenas ligeras por el otro. Pero, en ese entonces, las bases de su insospechado polimorfismo permanecían inéditas. El profesor Milstein no hubiera contribuido al campo si hubiera permanecido en Argentina. Y es que, antes, en 1961, había regresado a su país para encargarse de la división de Biología Molecular en el Instituto Malbrán. Pero el golpe militar del año siguiente contra el gobierno de Arturo Frondiz le resultó “intolerable”, confesó, así que se vio obligado a hacer las maletas y mudarse en forma definitiva a este pueblo al norte de Londres. El azar empuja una tragedia que se transforma en algo bueno para la humanidad.
¿Cómo llegó a dilucidar la base estructural del polimorfismo de los anticuerpos?
“La diversidad en el sistema inmune es un proceso darwiniano”, contestó, “la genética molecular es una ciencia compleja, de enorme utilidad tanto para comprender la evolución de las especies como para entender los mecanismos que las sustentan. Pero no solo eso, pone a prueba nuestra inventiva, pues es necesario diseñar las herramientas al vuelo durante la intensa aventura de desentrañar semejantes misterios”.
Como un Sherlock Holmes de nuestros días, me atreví a soltar el símil. Él rio de buena gana. Y recordó:
“En aquel entonces la polémica se centraba en saber si en las regiones Y de dichos anticuerpos había uno o múltiples genes. Cuando comencé a investigar en este campo me enteré de las dudas que se planteaban acerca de la naturaleza del anticuerpo: ¿Se trataba de una proteína o la proteína era una especie de portadora de alguna otra cosa? No se sabía si los anticuerpos formaban una familia o eran una sola proteína que cambia de forma, según el antígeno con el cual se combine. Hacia 1975, con la revolución introducida por la cristalografía, supimos que no estábamos frente a una proteína de mieloma, sino que realmente eran anticuerpos que podían ser inducidos”.
Los anticuerpos monoclonales, también conocidos como inmunoglobulinas, son glucoproteínas especializadas que forman parte del sistema inmune; los producen las células B, las cuales se caracterizan por reconocer y eliminar otras moléculas específicas, antígenos peligrosos para la vida humana y de otras especies. En la actualidad representan una herramienta esencial, muy útil en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades infecciosas, inmunológicas y neoplásicas, así como para estudiar interacciones entre el organismo patógeno y el hospedero. Se emplean cuando se desea marcar, detectar y cuantificar diversas moléculas en el cuerpo.

Existen más de 25 anticuerpos monoclonales aprobados para su uso humano. Con ellos es posible atacar enfermedades como el botulismo, la difteria, la enfermedad de Kawasaki, hepatitis B, rabia, tétanos, varicela zóster, al igual que diversos tipos de cáncer, entre otros males. Su trascendencia en la medicina es enorme, incluso hoy se producen para defender de SARS-CoV-2 a pacientes que sufren Covid-19 no muy fuerte ni prolongado. Sin duda, se trata de una de las áreas de mayor crecimiento en las industrias biotecnológica y farmacéutica.
“Sentí que la química proteica no era suficiente, había que ir más allá de la secuenciación de proteínas de mieloma si queríamos llegar a entender el mecanismo subyacente a la diversidad funcional de los anticuerpos”, afirmó. “Tuvimos que aventurarnos; era imperante descubrir el péptido que actúa como señal, como bandera de las proteínas secretadas en las cadenas ligeras. Además, junto con Sidney Brener, a quien también usted conoce como la `chispa neozelandesa´, al igual que con el gran Fred Sanger, astuto como ninguno, nos atrevimos a ofrecer hipótesis acerca del papel que desempeñaba la polimerasa de baja fidelidad en la generación de dicha diversidad en los anticuerpos”.
Milstein encontró que las cadenas ligeras tenían una parte química constante y otra variable. ¿Cómo podía explicarse esto?, ¿cómo era posible que millones de estructuras incluyeran una secuencia invariable de aminoácidos codificados para uno o más genes, si uno de los dogmas establecidos en la biología molecular era que cada proteína o polipéptido codificaba para un solo gene? Entonces William Dreyer y C.J. Bennett sacudieron a la comunidad de inmunólogos al proponer que dos genes codifican un polipéptido.
“Esta fue una conclusión inevitable”, siguió él, “al quedar demostrado que tres genes codifican para la parte variable de las cadenas ligeras de los seres humanos, cualquiera de ellas capaz de enlazarse con la parte constante, producto de un solo gene. Algunos miembros de mi laboratorio se dedicaron a aprender y refinar técnicas, lo cual nos llevó crear el primer híbrido entre un mieloma y una célula productora de anticuerpos. Tal híbrido produjo un anticuerpo en particular de manera indefinida. Esta fue la primera forma de generar anticuerpos monoclonales. Pronto nos dimos cuenta de que sus consecuencias prácticas eran enormes”.
Y agregó:
“Sugería que podíamos fabricar anticuerpos para identificar antígenos de diferenciación en células humanas. Por selección del antígeno fuimos mejorando la estructura, un proceso genuinamente darwiniano. Consistió en introducir un pequeño cambio mediante mutación, que no se apartara de la realidad, esto es, que siguiera la selección determinada por el medio ambiente. Tampoco dejaría de ser heredado debido a que la célula mantuvo su propia estructura”.
En 2010 la cineasta Ana Fraile, sobrina-nieta de Milstein, realizó un documental biográfico intitulado “Un fueguito: la historia de César Milstein”, en sus palabras, “un homenaje a un hombre que encendió millares de fueguitos a lo largo de su vida”.
Como dije antes, obtuvo el galardón de la Academia Sueca por haber descubierto la naturaleza existencial de los anticuerpos monoclonales y su producción en laboratorio mediante esa técnica, conocida como hibridoma. Hubo otros dos premiados, que es muy importante mencionar. Uno de ellos, su alumno, Georges J. F. Köhler. El tercero fue Niels Kaj Jerne, el inmunólogo danés que también prendió fueguitos al consolidar las ideas de Frank Macfarlane Burnet sobre una teoría de la ancestral inmunidad basada en la selección clonal. Esto ha sido fundamental para combatir, por ejemplo, el VIH y su síndrome de inmunodeficiencia.
Es importante señalar también que la técnica ideada por Milstein y Köhler, más las contribuciones de aquellos que aportaron todo su ingenio y talento en el manejo de instrumentos y procedimientos, así como de quienes establecieron marcos teóricos que aclaran rumbos, como Kaj, nunca se patentaron, permitiendo así que la comunidad científica pudiera servirse de ella libremente, potenciando el conocimiento en beneficio de la humanidad.



