Mario de la Piedra Walter
Mỹ Sơn es un complejo arqueológico de templos semiderruidos pertenecientes a la civilización Champa, un antiguo reino hinduista que prosperó en la costa de lo que hoy es el centro y sur de Vietnam entre los siglos IV y XIII. Se localiza en un paso montañoso a 40 km de la localidad de Hoi An y en la segunda mitad del siglo XX sirvió como refugio del Frente de Liberación Nacional del Sur de Vietnam, el Viet Cong, durante la intervención estadounidense.
Probablemente el recinto arqueológico habitado por mayor tiempo en el sudeste asiático, fue destruido por las bombas estadounidenses casi en su totalidad y gran parte de la zona continua inexplorada a causa de las minas antitanques. Los templos están dedicados a Bhadreshvara, el nombre local de Shiva, una de las principales deidades del hinduismo. Enclavado en una exuberante selva tropical, la neblina que baja y se desliza por las montañas inunda el espacio de misticismo.
La tarde cae junto a una lluvia monzónica y me obliga a emprender mi camino de vuelta. La cortina de agua sólo me permite ver las luces borrosas de los autobuses que vienen en contrasentido y le pido a Shiva, a Buda o a quien sea el responsable de esta ruta que la motoneta resista.
Mis plegarias solo son escuchadas a medias. Después de varios apagones, llevo la motoneta que tose irremediablemente al poblado más próximo, donde me refugio debajo de un techo de lámina. Al instante, una figura abre una puerta y me hace señas para entrar. Me interno en una casa diminuta que con la lluvia se siente como un palacio y pronuncio las únicas palabras en vietnamita que he podido retener: cảm ơn (gracias).
Una mujer de unos cuarenta años me sirve Cà phê sữa đá, el café vietnamita que más bien es un estilo de vida. Después de una conversación atropellada con Google Translator me presenta a su hijo, que según la suma repetida de sus dedos tiene dieciséis años, y pone entre los míos una vara de incienso.
Lo enciende y me señala un pequeño altar donde se asoma la figura de Buda. Coloco el incienso dentro de un recipiente de cerámica y observo el rezo acompañado por la unión de las palmas de la mano. Según la aplicación de Google, ha pedido por mi salud y por la de mi familia. La imagen de mi madre repitiendo el rito frente a una cruz me invade y me reconforta. Entonces me pregunto, ¿de dónde surge la espiritualidad?
Del latín spiritus (hálito), que toma el concepto aristotélico del aliento o energía vital que dota al alma de movimiento, la espiritualidad engloba la experiencia personal con los aspectos inmateriales del universo.
Estos pueden entenderse como “Dios”, “Poder Superior”, “Energía” o “Trascendencia”, entre otros términos. La religión, por otro lado, es el sistema de creencias organizado y promulgado por una institución, grupo étnico o cultura; que rige los comportamientos y los ritos. De este modo, una persona puede tener una religión sin poseer un sentido de espiritualidad, así como ser espiritual sin ser religiosa.
Para muchos, la espiritualidad otorga un sentido de propósito y esperanza ante situaciones adversas. Algunos estudios asocian a la espiritualidad y a la religiosidad con menores síntomas depresivos, además de otorgar mecanismos de adaptación ante situaciones como enfermedades crónicas o terminales, así como ante problemas adicción.
A través de diversos métodos de estudio, que incluyen la tomografía por emisión de positrones (PET), resonancia magnética funcional (fMRI) y tomografía computarizada de un sólo positrón (SPECT), se ha detectado la participación de distintas áreas anatómicas y funcionales del cerebro en la experiencia espiritual. El lóbulo frontal, el área responsable de la toma de decisiones, juega un rol fundamental en nuestra personalidad y comportamiento social.
Aunque no parece responsable de la experiencia religiosa per se, media los procesos cognitivos que la identifican y aprecian como tal. Estudios demuestran que procesos como la meditación requieren de una intensa capacidad de focalizar la atención, lo que activa regiones de lóbulo frontal como la corteza prefrontal (PFC), así como el giro cingulado. Además, la corteza prefrontal medial (mPFC) participa en la toma de decisiones conscientes que implica seguir ciertas reglas y costumbres, la reflexión sobre uno mismo y el reconocimiento de las emociones y los pensamientos del otro (teoría de la mente).
El lóbulo frontal, asimismo, tiene un efecto inhibitorio en otras áreas del cerebro, lo que permite reprimir emociones, instintos y tomar decisiones racionales. En estados alterados de la consciencia, como el sueño o las alucinaciones, existe una desregulación del lóbulo frontal que permite la activación de otras regiones del cerebro y con esto el surgimiento de otros estados mentales.
Durante la meditación profunda, la actividad en el lóbulo frontal disminuye a la vez que otras áreas relacionadas con las imágenes sensoriales −como el hipocampo y los lóbulos parietales− se muestran más activas. Otra región importante que regula los sistemas sensoriales es el tálamo. Considerado el centro de integración de las funciones motoras y sensitivas, recibe información de todos los sentidos y se encarga de filtrarla y enviarla para su procesamiento a otras estructuras. En particular, el tálamo está estrechamente ligado a la PFC, por lo que cambios en estas vías neuronales se traducen en un aumento de la percepción intra- y extracorporal, parte intrínseca de la experiencia espiritual.
La activación del sistema límbico, que media las emociones primarias y el estado de alerta, parece ser también un componente importante de la experiencia espiritual. El hipocampo −además de estar implicado en la consolidación y evocación de memorias− regula la reactividad de ciertas áreas corticales.
Por otro lado, guarda una relación estrecha con la amígdala, que es primordial en la regulación de emociones. Un aumento en la actividad de ambas estructuras activa el sistema parasimpático, lo que se asocia con una sensación de relajamiento y quiescencia. Aunado a esto, la activación del sistema parasimpático produce una disminución de la frecuencia cardiaca y respiratoria, lo que resulta en un decremento de hormonas asociadas al estrés como la noradrenalina y la corticotropina (CRH).
De todas las regiones cerebrales, el lóbulo temporal parece ser el mayor responsable de las experiencias religiosas y espirituales. Esta asociación está sustentada por observaciones en individuos con epilepsia temporal, provocada por la actividad descontrolada de las neuronas en esta región y que suele generalizarse hasta traducirse en un ataque epiléptico. Antes de la crisis, estos individuos suelen experimentar fenómenos (auras) como alucinaciones, déja vu, despersonalización y experiencias místicas.
El caso más famoso, comentado en un número anterior de esta revista, es el de Dostoievski, que decía experimentar a Dios antes de sufrir las crisis epilépticas. A través de métodos como la estimulación magnética transcraneal (TMS), que envía impulsos electromagnéticos a áreas específicas del cerebro, se ha logrado generar experiencias místicas artificiales al estimular la unión temporoparietal (TPJ).
A nivel neuroquímico, se cree que las vías dopaminérgicas cortico-subcorticales son las responsables del decremento en la reactividad cerebral y con ello el aumento de la relajación durante la meditación. Del mismo modo, durante la meditación hay un aumento de los niveles de serotonina, lo que produce un efecto ansiolítico y placentero. Un exceso de serotonina, de igual forma, puede provocar alucinaciones visuales y auditivas. Más aún, la interacción de la serotonina con las vías dopaminérgicas pueden exacerbar los estados de euforia, comunes en la experiencia espiritual. Sin embargo, es la desregulación de estos mismos mecanismos lo que se asocia a enfermedades mentales como la esquizofrenia u otros estados psicóticos.
En general, la meditación y la espiritualidad parecen tener un impacto positivo en la salud mental. Estudios demuestran que pueden incluso funcionar como coadyuvantes en el tratamiento de la depresión y otras enfermedades.
Sin embargo, del otro lado de la moneda se encuentran los brotes psicóticos y el fanatismo religioso. Entender todos estos mecanismos nos otorga no sólo una visión más amplia de lo que para muchos constituye la experiencia humana más esencial, sino también herramientas para tratar sus estados patológicos.
La tormenta ha pasado y un leve aroma a incienso impregna el aire. No pienso en neuronas ni en neurotransmisores, sino en la bondad humana que no conoce fronteras. Algo me inflama el pecho y me da alivio cuando la Trân Hà −la señora que me ha rescatado− ofrece una plegaria antes de dejarme proseguir mi camino.
*Mario de la Piedra Walter
Médico por la Universidad La Salle y neurocientífico por la Universidad de Bremen. En la actualidad cursa su residencia de neurología en Berlín, Alemania.