Mario de la Piedra Walter*
La dosis diferencia un veneno de un remedio.
Paracelso
Desde principios del renacimiento hasta mediados del siglo XX, todo estudiante de medicina debía jurar ante los dioses griegos la buena práctica su nuevo oficio. El juramento hipocrático, según Galeno, fue redactado por el padre de la medicina (de ahí su nombre) cuando comenzó a instruir a otros en su profesión.
Aunque es difícil rastrear su origen, con el resurgimiento de la cultura grecolatina en la Europa del siglo XV; este juramento se propagó como tradición en la mayoría de las facultades de medicina.
Desde 1948, los estudiantes rinden una versión actualizada del juramento conocida como la Declaración de Ginebra antes de ser admitidos como médicos. Una especie de guía moral para todo aquel que está pronto a ejercer. Hoy en día, el juramento hipocrático funciona más como anécdota, pero eso no le resta belleza a sus versos que recuerdan a las grandes épicas de Homero:
Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higia y Panacea, por todos los dioses y todas las diosas tomándolos como testigos, cumplir fielmente, según mi leal saber y entender, este juramento y compromiso.
En el texto se mencionan a los principales Dioses relacionados con la salud, todos descendientes de Apolo, el dios de las Artes y la Medicina. De Asclepio hemos heredado el báculo o caduceo donde se enrosca una serpiente y que puede verse en cualquier hospital o facultad de medicina.
De su hija Higia proviene la palabra higiene, sinónimo de sanación y limpieza. De Panacea, su otra hija, proviene el concepto del remedio universal (pan- = todo y akos = remedio) y se le representa siempre concediendo una poción o fármaco para aliviar a los enfermos.
La idea de que una sustancia puede curarnos es tan antigua como el humano mismo. Incluso, puede argumentarse que se trata de comportamiento adaptativo generalizado en todos los animales (zoofarmacognosia).
En todas las civilizaciones se ha registrado el uso de plantas y sales con fines medicinales, pero no fue hasta los inicios de la alquimia, precursora de la química, que la idea de aislar artificialmente una sustancia con el fin de curar comenzó a tomar forma. De todos los metales, el mercurio fue el más seductor – y más peligroso – utilizado por los alquimistas. Por su belleza, fue considerado como el sustrato del que estaban hechos todos los demás metales.
Historiadores antiguos como Plinio y Celso describen el uso de Cinabrio (sulfuro de mercurio o Bermellón por su color) para tratar enfermedades venéreas. Durante el auge de la medicina árabe se hicieron las primeras pruebas de toxicidad y en el siglo XI Avicena (Ibn Sina) recomendó el uso del mercurio sólo como agente externo en el tratamiento para enfermedades de la piel.
Con el surgimiento de la iatroquímica, la ciencia que enlaza la química con la medicina y da origen a la farmacología, los tratamientos con metales se fueron especializando. El médico medieval, Paracelso, popularizó el tratamiento de la sífilis con sales de mercurio.
Durante los siguientes quinientos años, el mercurio sería empleado para tratar prácticamente cualquier dolencia. Incluso hasta principios del siglo XX, el mercurio bicloruro se seguía utilizando como antiséptico y desinfectante hasta caer en desuso por la creciente evidencia de su toxicidad.
Por las mismas décadas, la medicina ya contaba con un arsenal de sustancias, mucho más efectivas, y menos abrasivas. En 1921 se logró aislar la insulina en un laboratorio y en 1928 Alexander Fleming descubrió la penicilina, por lo que el futuro de la farmacología lucía prometedor y los metales fueron abandonados. Sin embargo, tanto la neurología como la psiquiatría carecían de medicamentos efectivos. El bromuro de potasio, una sal soluble en agua, había sido utilizado como anticonvulsivo durante el siglo XIX con bastantes efectos secundarios.
En 1871, William Hammon, notó que el bromuro de litio causaba también un efecto hipnótico y comenzó a prescribirlo para la manía (hoy trastorno bipolar). Pese a estos pequeños avances, se consideraba que la complejidad de la mente hacía imposible crear un medicamento eficaz y que la única opción de tratamiento para los enfermos mentales era el asilo.
Hacia 1949, en un lugar poco probable y por serendipia, se daría uno de los hitos más importantes en la historia de la psiquiatría: el primer psicofármaco. John Cade fue un médico australiano que pasó tres años en un campo de concentración japonés como prisionero de guerra.
Ahí observo que una alimentación deficiente producía en los prisioneros síntomas neuropsiquiátricos, específicamente los de la enfermedad beriberi o la pelagra que son causados por falta de Vitamina B.
Sospechó que las enfermedades mentales podrían relacionarse a la falta o exceso de ciertos sustratos en el cerebro por lo que cuando regresó a Australia comenzó a realizar experimentos en el pequeño instituto psiquiátrico donde trabajaba. Al no contar siquiera con un laboratorio, comenzó a recolectar muestras de orina de pacientes con depresión, manía y esquizofrenia en el refrigerador de su casa e inyectarla en la cavidad abdominal de conejillos de india.
Notó que la orina de los pacientes con manía era especialmente tóxica. Sabía que el carbonato de litio disminuía en los pacientes con gota la “toxicidad” de la orina (exceso de ácido úrico) por lo que pensó que el mismo tratamiento podría ser efectivo en pacientes con manía. Observó que los conejillos de india que recibían el tratamiento con el carbonato de litio se mostraban mas dóciles y dedujo (erróneamente) que el litio contrarrestaba la toxicidad de la sustancia que producía la manía.
Hoy sabemos, sin embargo, que la intoxicación por litio causa letargia, probablemente el efecto “tranquilizante” observado en sus conejillos de india. Después de probar el medicamento en sí mismo para establecer una dosis segura, John Cade lo utilizó en diez pacientes con manía reportando una mejoría sin precedentes.
Cinco de los pacientes lograron regresar a sus casas, algo impensable en esa época. Pocos años después, sus experimentos serían replicados bajo condiciones más estrictas (doble ciego con placebo-control), iniciando una nueva era en la psiquiatría.
Se estima que el trastorno bipolar afecta a 1 de cada 100 personas globalmente. Sin tratamiento, se puede convertir en un torbellino emocional sumamente discapacitante. Se caracteriza por cambios abruptos del estado de ánimo, en dónde se alternan periodos de extrema tristeza o excitación.
Las tasas de suicidio en personas con trastorno bipolar sin tratamiento es 10 a 20 veces mayor que en la población general, afortunadamente el tratamiento con carbonato de litio puede reducir esas cifras hasta diez veces.
El carbonato de litio pertenece a los fármacos estabilizadores del estado de ánimo en la psiquiatría. Además del trastorno bipolar, es muy utilizado en otros trastornos mentales como la depresión mayor, el trastorno límite de personalidad y el trastorno esquizoafectivo.
Se utiliza también en el tratamiento de la cefalea en racimos, una enfermedad caracterizada por dolores de cabeza tan fuertes y recurrentes que muchas veces llevan al suicidio. Paradójicamente, los niveles de litio en nuestra sangre son tan bajos que no se considera un elemento importante para el funcionamiento del organismo. Es decir, no es una falta de litio lo que causa estas enfermedades psiquiátricas, sino que el litio ayuda a reducir los síntomas.
Hay quienes creen que neurotransmisores excitatores como la dopamina y el glutamato juegan un papel fundamental en los desórdenes bipolares. Por ejemplo, hay evidencia de que los niveles de dopamina se encuentran elevados durante estados de manía y reducidos en la depresión clínica. Por otro lado, neurotransmisores con efectos inhibitorios como el GABA se encuentran reducidos en pacientes con trastorno bipolar.
A muy grandes rasgos, el litio interviene en el flujo de iones entre el exterior e interior de las neuronas, alterando su capacidad para liberar a los neurotransmisores que activan o desactivan otras neuronas.
De esta forma, estabiliza indirectamente el estado de excitación de la red neuronal. Además, estudios indican que un exceso de neurotransmisores, especialmente de glutamato, puede ser tóxico para las células nerviosas.
En pacientes con trastorno bipolar se han encontrado cambios estructurales en redes fronto-límbicas que incluyen estructuras como el hipocampo, la amígdala y el cuerpo estriado. Todas estas estructuras son fundamentales en la regulación del estado de ánimo, así como en los mecanismos de placer y recompensa. El litio tiene entonces un efecto neuroprotector, evitando la degradación de estas estructuras y con ello el desajuste del control emocional.
Desde los primeros recolectores de plantas hasta los farmacéuticos modernos, el ser humano siempre ha buscado la forma de aliviar las enfermedades del cuerpo y de la mente. Hasta la fecha, el litio continúa siendo el metal más preciado en el tratamiento de muchas enfermedades psiquiátricas.
Aunque ningún comité ético aprobaría los experimentos de John Cage, su descubrimiento nos demuestra la importancia de la observación clínica cuando se centra en el beneficio del paciente. Su historia nos habla de los alcances de la intuición y la vocación; nos enseña que, a pesar de la falta de recursos, e incluso de marcos teóricos, una mente curiosa y dedicada es capaz de romper las barreras de su tiempo y sumarse a la posteridad.