Mario de la Piedra Walter
“El que desea ser cirujano debería ir a la guerra.”
Hipócrates de Cos
Sin importar el país, el sistema de salud o si la clínica es pública o privada, el procedimiento en urgencias de cualquier hospital es siempre el mismo: se atiende primero a los más graves.
Si has tenido la amarga experiencia de encontrarte en la sala de espera de urgencias lo habrás notado. Primero, un médico o un enfermero preguntan por el motivo de consulta, toman los signos vitales y, si en su criterio no es una emergencia, te piden que esperes tu llamado. En este punto, todo se torna kafkeano.
El hombre que arribó hace apenas unos minutos con la mano apretándole el bolsillo izquierdo de su camisa entra primero, mientras que la pobre señora que llegó en la madrugada, con una tos que no la deja dormir desde hace tres días, tendrá que esperar otro rato.
No faltan las molestias, las quejas, la zozobra. Una madre va arrastrando al niño de su mano febril, un adolescente dejó su tobillo junto con su patineta, el anciano en los últimos tres meses se nota más amarillo. Y tú que venías por un dolor de cabeza redescubres la extrañeza del lenguaje: alguien que espera con paciencia es un paciente, las dos palabras vienen del latín pathos-, el que sufre.
Nada de esto te sirve para mitigar el dolor, pero este sistema, que ante los ojos externos parece más bien un antisistema, es una de las innovaciones en la medicina que más vidas ha salvado en los últimos doscientos años y, paradójicamente, fue creado durante uno de los conflictos bélicos más famosos (o infames) de la historia.
Para bien o para mal, las guerras impulsan (o son impulsadas por) los grandes avances tecnológicos. La medicina no es la excepción. Muchos avances de la anatomía se han fraguado sobre llagas abiertas. Galeno de Pérgamo, el médico más reconocido de la antigüedad y a quien los médicos le debemos el sobrenombre de galenos, fue un médico de gladiadores en el Coliseo Romano cuya fama lo llevó a ser el médico personal del emperador-filósofo Marco Aurelio.
De Humanis Corporis Fabrica, de la estructura del cuerpo humano, fue el primer libro de anatomía moderna de la historia. Publicado por Andrés Vesalio en 1543, el mismo año en que Copérnico quitó a la tierra del centro del universo, refutó las ideas de Hipócrates (y de Galeno) que hasta ese momento eran incuestionables. Sus siete volúmenes contienen algunas de las ilustraciones más precisas sobre cuerpo humano jamás logradas; dibujos del propio Vesalio, pero también de Tiziano y sus estudiantes.
En su época, disecar un cuerpo valía una temporada en el infierno. Por eso Vesalio se hizo médico de batalla. Ambrosio Paré fue un médico-militar francés que en el renacimiento inventó la ligadura de arterias para detener los sangrados durante las guerras con España.
Pero si existe un periodo de guerras que revolucionó la medicina, antes del trágico siglo XX, es el de las guerras napoléonicas (1799-1815). De entre el lodo y la sangre, hubo un hombre que vio más allá del conflicto, Dominique-Jean Larrey, en palabras del mismo Napoleón Bonaparte: “el hombre más virtuoso que he conocido”.1
En 1798, Napoleón conquistó Egipto con un ejército de 55,000 hombres. En su delirio alejandrino de expandirse hasta Siria y expulsar a los británicos, trajo consigo a otro ejército de científicos y literatos para recopilar todo el conocimiento acerca de esos territorios. Aproximadamente 300 hombres, entre astrónomos, físicos, naturalistas, médicos e historiadores, se dieron a la tarea de plasmar lo que observaban.
De esta empresa resultaría el descubrimiento de la piedra de Rosetta, una antigua estela escrita en griego y en egipcio antiguo, que sería la llave para descifrar los jeroglíficos egipcios. Dentro de esta tropa de intelectuales se encontraba, casi por accidente, Dominique-Jean Larrey, uno de los hombres más notables de la historia francesa.
Sus campos de investigación abarcaron la medicina tradicional egipcia, la oftalmología, el tétanos, la plaga bubónica, las enfermedades hepáticas, la fiebre amarilla, la hipotermia, técnicas para amputaciones entre otros.2 Pronto se convertiría en el Jefe de Cirugía del ejército francés y sería fundamental aún después en las campañas de Egipto. El reconocimiento y la alta estima, tanto de los franceses como de sus contrarios, no proceden de sus trabajos de investigación sino de su humanismo en el campo de batalla.
Durante los dieciséis años de guerras napoleónicas se estima que murieron más de 2.5 millones de soldados y 1 millón de civiles tanto en Europa como en el norte de África. Las contribuciones de Larrey fueron determinantes para evitar números mayores y para el desarrollo de la medicina moderna en las generaciones futuras.
Él mismo ideó las ambulances volantes, una carrosa ligera, tirada por dos caballos, que se habría paso en el campo de batalla para recoger y atender a los soldados heridos. Las ambulancias, como se le conocían a los hospitales militares, se encontraban a una liga de distancia (4.83 km) del campo de batalla y, hasta entonces, cada ejército debía esperar el fin del combate para recoger a sus heridos.
Larrey escribe en sus memorias: la distancia, los objetos interpuestos y muchas otras dificultades retrasan su progreso, nunca llegan en menos de 24 o 36 horas, por lo que la mayoría de los heridos mueren suplicando asistencia.
Equipadas con instrumentos quirúrgicos, medicinas y personal médico, las ambulances volantes tenían capacidad para transportar a dos heridos fuera del campo de batalla, donde vehículos más grandes los trasladaban a los hospitales militares.3
Las ambulancias se dividían divisiones de doce carruajes y 113 hombres por división. Este tipo de transporte no sólo benefició al ejército francés ya que, por disposición del mismo Larrey y en oposición a varios generales, se debía brindar atención a cualquiera de los dos bandos.
Más importante aún fue la perfección Triage, un sistema para clasificar y dar prioridad a los pacientes según su gravedad. Ideado por su predecesor, Pierre-Francois Percy, se concibió inicialmente para atender a los soldados franceses, favorecidos por su rango, para que pudieran regresar lo más pronto posible al campo de batalla.
Fue en la batalla de Jena de 1806, entre el ejército francés y el ejército prusiano, que Larrey reformó y formalizó el sistema. Dividió a los heridos según tres categorías: peligrosamente heridos, menos peligrosamente heridos y levemente heridos.
Los que estén heridos en menor grado, pueden esperar hasta que sus hermanos de armas, que están muy mutilados, hayan sido operados y vestidos, de lo contrario estos últimos no sobrevivirían muchas horas; rara vez, hasta el día siguiente. 4
Sencillo en apariencia, redujo drásticamente la mortalidad gracias a la priorización de la vida sobre el título, utilidad o riqueza. En palabras de Larrey, “aquellos que estén peligrosamente heridos deben recibir la primera atención, sin importar el rango o distinción”. Esto incluía, por supuesto, a los soldados enemigos.
Guiado por los principios republicanos de la revolución, Larrey sentó los cimientos de la atención universal. Una reminiscencia de sus años universitarios cuando, en 1789, condujo a 1.5000 estudiantes de medicina a participar en los levantamientos por la toma de la Bastilla en el inicio de la revolución francesa. Liberté, Égalité, Fraternité.
Tal fue la impresión de Larrey entre las tropas que, cuando fue capturado y condenado a muerte durante la batalla de Waterloo en 1815, el Comandante en Jefe del ejército prusiano, el mariscal Blücher, le perdonó la vida y lo ayudó a volver a territorio neutral por haber salvado la vida de su hijo unos años antes en batalla. Si cualquier ejército fuera a levantar un monumento a la memoria de un solo hombre, ese debería ser Jean Larrey, expuso Napoleón antes de su muerte.
El sistema de Triage, con sus modificaciones, prevalece en la actualidad como el pilar de la asistencia médica primaria. Desde las salas de urgencias en hospitales de cualquier nivel hasta áreas de desastre natural, sus principios agilizan y hacen más eficiente el tratamiento de los pacientes sin importar su condición social o tendencias políticas. Sentó las bases de la atención médica universal que hoy se ven representadas en la Declaración de Ginebra.
De pronto, te duele un poco menos la cabeza y la espera en la sala de urgencias se hace un poco más amena cuando lees en las notas de Larrey que para desempeñar una tarea tan difícil como la de cirujano militar, estoy convencido de que uno debe sacrificarse a menudo, tal vez por completo, a los demás, debe despreciar la fortuna y debe mantener una integridad absoluta.