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jueves, noviembre 21, 2024

Psicoacústica

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¿Los mudos roncan? 

 

—¡Doctor, doctor, el paciente se ha muerto! 

Estoy tendido en posición decúbito supino, cubierto de electrodos por todo mi cuerpo y cabeza. El LED rojo del registrador multifunción para la Apnea parpadea mientras una señal sonora suena insistentemente y a un elevado volumen, indicando la gravedad del momento. 

La doctora Taber, muy hermosa y con sus 30 abriles, viene rauda a observar si existe algún problema con las frecuencias de ventilación o las cardíacas. Algo ocurre con estas últimas, puesto que los síntomas le indican Bradicardia, es decir muy baja función cardíaca. En pocas palabras, creo que mi corazón está dejando de latir. Noto cómo mi motor se va apagando lentamente, sin ruido. 

Estoy muy cansado. Toda la vida he tenido que huir de los lugares, familiares y amigos que tenía, debido al más que elevado nivel sonoro de mis ronquidos. Yo les entiendo. Si me dejaban hacer la siesta, al poco de iniciarla la casa se ponía a vibrar conjuntamente con mis ronquidos.  

No se sabe por qué, pero estos últimos entraban en resonancia con las frecuencias propias de vibración de la estructura del inmueble donde me encontraba. Y entonces entrábamos en sintonía. Esto también me pasó en un restaurante de unas bodegas de vino en la Borgoña.  

Al parecer estropeé vinos de elevadísimo valor. El juicio continúa abierto en los tribunales franceses. Estoy también perseguido en Gran Bretaña, donde no puedo volver a pisar un avión de la BEA por interferir en su rumbo de navegación al aproximarnos a tierra. 

El doctor Joseph Lenam ordenó realizarme la prueba en posición de decúbito supino, para nosotros tendido boca arriba, pero la doctora Taber, ante el constante e intermitente aviso de la máquina, se coloca a mi izquierda, me levanta el brazo derecho y lo pasa por delante de mi cara. También levanta la rodilla de mi pie derecho, hasta dejarlo flexionado, y a continuación me coge del hombro derecho y de la rodilla levantada, y me vuelca hacia ella. Me quedo tendido en lo que llaman PLS, o sea, posición lateral de seguridad, que es la que te permite respirar sin tragarte la lengua.  

 —¡Doctor, doctor, el paciente se ha muerto! 

El doctor Joseph Lenam aparece al poco tiempo. Tiene la corpulencia de un nadador, y destaca por llevar siempre distintos lazos de colores amarillos en las solapas de sus batas. No recuerdo lo que simbolizan. Sé que me lo explicó alguna vez, pero no lo entendí del todo. Ahora no sé si está relacionado con el Vaticano o un gato. 

—Rápido, ¿cuáles son los parámetros cardíacos? 

Taber se los da y llama a la enfermera. 

—¿Aviso a la familia? 

—No haga nada —Dice Lenam—. Hemos de cerciorarnos de que no podemos hacer nada más. Por favor revisen cada sonda. Hemos de comprobar que incluso el aparato funciona correctamente. 

—Yo ya comprobé los electrodos –contesta Taber, visiblemente afectada y con voz nerviosa. Es la primera vez que le ocurre algo así. 

En cambio, la voz del doctor Joseph suena firme y sin alterar. 

—Por favor vuelva a hacerlo. 

—Taber, esta vez asistida de la enfermera, vuelve a revisar uno a uno los electrodos. Mientras, Lenam analiza la analítica. 

—Este análisis de sangre es de cuando accedió a la clínica, pero no veo ninguna actualización posterior. 

La enfermera me saca sangre de la vía, para su análisis urgente. 

Vuelve al cabo de poco tiempo, tiempo que los dos doctores utilizan para revisar otra vez uno a uno tanto las sondas terminales como el propio aparato, practicándole a este último un reset seguido de una actualización y autorevisión. Todo está en orden. El que no estoy en orden soy yo. 

—Doctores, la analítica indica que alguien le ha inyectado cocaína —dice con su voz chillona la enfermera, muy excitada por este hecho. 

Sigue un silencio que yo no puedo romper. 

—¿Quién lo ha drogado? 

—La pregunta debería ser: la persona que lo ha drogado, ¿conoce lo que se denomina catalepsia cocaínica? Quizás es eso lo que le pasa al maestro Roncador. 

Veo que el médico también utiliza mi apodo. Bien, lo siguiente es que descubran que no estoy muerto. Simplemente estoy drogado, pero yo no lo hice. 

La doctora Taber se pregunta por una señora que salió de la clínica y casi choca con ella. Llevaba unos brazaletes ostentosamente sonoros que iban haciendo clock–clock. 

La vio luego de espaldas, pero el sonido no se le olvidará fácilmente. 

El Lenam le pide a Taber y a la enfermera el máximo de discreción, incluso dentro de la clínica. Él se encarga de contactar con la policía. 

No me puedo quejar. Me han administrado suero fisiológico en la vía practicada para el análisis. Al menos me mantienen alimentado. 

Seguro que llevo ya muchas horas así, y al parecer sin emitir ningún ronquido. 

Taber viene a menudo y me habla. Quizás no es consciente de que, a pesar de mi aparente inmovilidad, entiendo lo que me explica. Me había dado por muerto, y para redimirse hace horas de guardia a mi lado, leyéndome el último manual de electromiografía. Es curioso cómo la belleza y la inteligencia se aúnan en esta persona, y su voz es tan suave y cálida, que me puede llegar a enamorar. 

Desconozco el tiempo que llevo así. Lenam ha venido y Taber le ha dicho que no muestro avances. No le ha explicado nada de sus lecturas. Ahora llega un inspector. 

Al parecer mi alarma interior me señala que debo despertar. Me espero a que esté Taber. Quiero que sea ella la primera persona en ver al volver a este mundo. 

Taber vuelve a mi lado para leerme la página 551 del manual. La verdad es que me tiene martirizado por el contenido, pero esa voz tan dulce … 

Abro los ojos y me la quedo mirando. 

Se sorprende mucho, cierra el manual y pulsa el timbre. 

—Le he dado por muerto, pero el doctor Lenam le ha salvado al descubrir que ha padecido un ataque de catalepsia. 

Yo no le digo que lo he sabido todo. 

—Tú también me has salvado, hablándome y leyéndome no sé qué de electromiografía. Mi voz es casi inexistente, y Taber. debe acercarse mucho para entenderme. Huelo su perfume. Aspiro el aire que la rodea. 

Ella se ruboriza y se aparta. 

—No me he encontrado solo. La soledad sí que me hubiera matado. 

Ella me explica la causa de mi catalepsia y sus sospechas de la señora de los brazaletes. Pienso en la secretaria del CACTAS (Centro de Altos Conocimientos Técnico–Artísticos en Sonido). ¿Sería capaz? 

Aparece el doctor Joseph. Muestra una generosa sonrisa de oreja a oreja. Me examina y me da más datos de mi situación. No han logrado hacer nada por mis ronquidos. Quizás si me quedo más tiempo puedan ver la causa, porque supone que es debida a una deformación de la úvula, es decir, mi campanita. Me recomienda que me quede. 

Pero yo no puedo permanecer más tiempo hospitalizado. Me levanto, me siento en la cama y le digo que antes está mi vida que no resolver mis ronquidos. Casi sin voz, le pido el alta. Se marcha. Solamente se queda Taber. 

Estoy como afónico debido a la intubación, pero le pregunto: 

—¿Los mudos roncan? 

Ella afirma con la cabeza. 

 

El coleccionista 

—Seguro que me han echado el mal de ojo 

—¿Por qué crees esto? ¿Notas alguna cosa diferente? 

—No lo sé, me siento extraño y no percibo con nitidez los sonidos. He ido al otorrino y no me ha sabido dar una explicación. Dice que todo está normal para mi edad.  

Dejo pasar unos segundos en los que mi rostro muestra una gran preocupación, y pregunto: 

—¿No sabes de algún curandero? 

Michel Aujose sabe de casi todo. Aun así, se lo piensa un instante antes de responder. 

—Conozco un coleccionista que creo tiene amuletos para esto. Seguramente te podrá ayudar o indicar un camino, aunque es muy reservado y peculiar. 

El piso del coleccionista se encuentra en el casco viejo de la ciudad, junto a la plaza mayor. Se accede por un portal escondido en un recodo de la vieja muralla. Todo el entorno recuerda la época medieval, con las brujas viajando sobre escobas. En esta ciudad, todavía se celebran las fiestas de los aquelarres. 

Solo de entrar, me recibe una señora mayor, pero muy atenta, que me conduce a una estancia llena de vitrinas conteniendo diversos objetos, así como estantes repletos de libros dispuestos en vertical y horizontal. La habitación no resuena nada, de tanta absorción que hacen estos acabados, junto a los densos cortinajes y las alfombras. Eso me recuerda mi despacho. Pero aquí también hay aviones y otros móviles suspendidos. Extrañamente, no huele a viejo. 

Mientras espero, miro las vitrinas. En una de ellas, encuentro lo que buscaba; amuletos contra el mal de ojo. El coleccionista no solamente exhibe sus objetos, también informa sobre ellos con unas pequeñas tarjetas mecanografiadas donde, entre otras, se relata el nombre, procedencia y utilidad. En esta leo lo siguiente: 

Colgante con el ojo de Osiris. Usado desde la época egipcia para combatir el mal de ojo. Se compone de un collar de oro y el amuleto con la ceja, el ojo, la cola retorcida en espiral, y el mango (como si de una lupa se tratara). 

En eso que los móviles suspendidos del techo empiezan a tintinear 

—Usted dirá lo que busca. 

La voz es cálida y proviene de un señor de unos sesenta años, que lleva un batín de seda y zapatillas. Quieto ahí, en el umbral de la puerta, parece irreal. 

—Creo que ya lo he encontrado. 

—Su amigo Michel me ha llamado para decirme que busca un remedio contra el mal de ojo. 

—Si, ciertamente, y creo que usted tiene varios amuletos contra el mismo. 

El viejo se dirige hacia la vitrina. 

—He visto este amuleto —digo señalando el ojo de Osiris —¿cree que me puede solucionar mi problema? 

—Este amuleto es generalista. Si supiera a qué se dedica, quizás podría recomendarle uno realmente eficaz para su caso. 

—Yo soy consultor acústico, y maestro en ese tema. 

—¿Cómo se llama el lugar en el que imparte clases? 

—Centro de Altos Conocimientos Técnico–Artísticos sobre el Sonido. 

—¿El CACTAS? —preguntó sorprendido. 

—Si. ¿Lo conoce? 

—Claro, yo personalmente realicé el diseño de su escudo. 

Pienso en ese escudo tan antiguo del CACTAS. Ahora estoy ante su autor. 

—Entonces su protección debe ser totalmente sonora. Quiero decir que debe emitir sonidos. Sígame. 

Ambos nos dirigimos a otra habitación a través de un pasillo también lleno de estantes repletos de libros y objetos. Yo, que solamente soy un apasionado por todo lo sonoro y creo que eso ya es demasiado extenso con mi colección de silbatos, aldabas, timbres y carrillones, no entiendo cómo se puede vivir con tantas y diferentes colecciones, porque cuando no encuentras búhos de diferentes materiales y tamaños, son rosarios o cucharillas votivas lo que ves. 

Llegamos a una estancia totalmente a oscuras. Esta sí que huele a cerrado. 

—Es porque la luz del sol se come los pigmentos que aún conservan algunas antigüedades. A ver, a ver… 

Estoy asombrado. Al dar la luz, en el centro de la habitación, una gran vitrina preside la atención. Adentro cuelgan unos falos de bronce, de los que suspenden unas campanitas. 

—Eso son los “tintinnabulum” —dice el viejo, dirigiéndose hacia la vitrina que se ilumina por la luz electrónica filtrada. 

Todo me parece extraño y surrealista. Dentro de este ambiente tan contrastado, la atracción hacia esos carrillones es exclusiva. Leo el rótulo. 

Tintinnabulum. Carrillón romano con campanillas movidas por el viento. A menudo toman la forma de una figura fálica de bronce o fascinum. Este falo mágico-religioso está pensado para protegerse del mal de ojo. Las campanas asustaban a los espíritus malévolos, lo que se combinaba con el falo para aumentar su eficacia y traer buena fortuna y prosperidad. Se colgaba en jardines, patios, domus, tiendas romanas, y pórticos donde el viento les permitía tintinear. 

 

Estoy impresionado con esa visión. Me imagino Roma, con los ruidos de las bigas y cuádrigas compitiendo en velocidad por las grandes avenidas, y esos sonidos sutiles de las campanitas de los tintinnabulum. 

—Yo creo que si usted trabaja en un centro dedicado al sonido, es necesario que el remedio lo sea también. Es más, quizás el mal de ojo lo haya creado alguien del Centro que no lo soporte. ¿Hay alguien así? 

Dudo. 

—Con su pregunta ya me indica la posibilidad de ello. 

Pienso en mis enemistades. El profesor de laboratorio, el directivo antiguo compañero de la directora, incluso el alumno burlesco. Si lo miro así, desde que llegué al Centro, solamente he ido generando hostilidades. Quizás la culpa sea mía. ¿Y si soy yo quien se equivoca de rumbo? 

El coleccionista abre la vitrina, descuelga uno de los amuletos que se pone a tintinear, creando una atmósfera sonora única en el silencio de la habitación, y lo expone en sus manos. Estoy fascinado. 

—Le presto este ejemplar, que deberá instalar sobre la puerta de su despacho, para que, al abrirla, haga sonar sus cuatro campanitas, pero con el compromiso de que después de una semana que desaparezcan los síntomas de su mal de ojo me la devuelva, y … 

Deja en el aire la continuación. Pasan los segundos y no completa la frase. Eso me pone muy nervioso. 

—Y que me acompañe a ver a la directora del CACTAS. Continúo estando muy enamorado de ella. 

“Vaya, otro enemigo”, pienso. 

—Por descontado, tiene mi palabra—le digo escondiendo el amuleto en un pañuelo para que no se vea la figura. 

¡Cling, clang, clong, clung! 

Llevo ya más de una semana escuchando esta musiquita. Por suerte varía de tono en función de la cadencia en que la puerta percute sobre las campanitas.  

Cada vez que alguien entra o sale, el amuleto va sonando, hasta que finalmente dejo la puerta abierta de par en par para conseguir algo de silencio. 

Realmente noto mejora auditiva. Han desaparecido los extraños zumbidos y los efectos de cambio de fase y variación de frecuencias que antes me perseguían. 

El primer día, cuando lo instalé, me pasé mucho tiempo recubriendo la forma fálica con un plástico de burbujas. Así, parecía que no había acabado de desembalar el carrillón por completo. A quienes me preguntaron, les contesté que me lo habían prestado, lo cual es totalmente cierto, y que no quería que se ensuciara o deteriorara por algún golpe ya que debía devolverlo en las mismas condiciones, lo que también es cierto. 

“Si al taparlo tengo menos fortuna o prosperidad, mala suerte. Lo importante es que me anule el mal de ojo”, pensé acertadamente. 

Y así llegó un día en el que me di cuenta que había desaparecido el maleficio. Pero, ahora, ¿cómo consigo que el coleccionista no se entere de que vuelvo a salir con la directora? 

 

 

Maestro roncador 

Experto en psicoacústica y aprendiz de lo que sea menester.

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