A lo largo de la historia, el anonimato y el uso de seudónimos han sido recursos estratégicos con un profundo valor político, subversivo y emancipador. En ocasiones, responden a motivos como la humildad, la protección personal o la intención de superar prejuicios sociales relacionados con la edad, el género o la condición social. Gracias a esta
herramienta, el mundo ha recibido obras trascendentales como La Biblia, La canción del Mío Cid, El Lazarillo de Tormes o Frankenstein, entre muchas otras.
Se recurre al anonimato para eludir represalias religiosas, políticas o sociales, pero también para dotar a una obra de un carácter colectivo, divino o místico. Es decir, cuando hay intención ética o estética detrás de ese silencio autoral, el anonimato cobra un sentido legítimo e incluso noble. Todo lo contrario es cobardía.
En una sociedad de libertades, el uso del anonimato debería situarse dentro de los márgenes de la ética pública. El problema surge cuando se tolera, sin sanción social, la violencia y la difamación desde la comodidad de una cuenta falsa, anónima o automatizada. Tal como lo planteó Kant, el imperativo categórico negativo exige no actuar conforme a máximas que, si se universalizaran, destruirían la convivencia. La violencia digital, amparada en el anonimato, cae exactamente en esa categoría.
Más allá de la polémica sobre la llamada “Ley de Ciberasedio” —o su denominación mediática más polémica: “Ley Censura”—, es importante precisar que dicha reforma no sólo aborda el acoso en línea, sino que tipifica otras conductas gravemente lesivas para los derechos digitales de las personas: usurpación de identidad, grooming (contacto con menores con fines sexuales), espionaje digital y fraude por suplantación de identidad de empresas.
Aunque la reforma surge como una reacción a la provocación vulgar de cuentas anónimas en la plataforma X (antes Twitter), lo cierto es que la violencia digital es una realidad con impactos severos y sistemáticos. En el mundo de los derechos humanos, los derechos digitales son parte de la cuarta generación, y su protección debe asumirse con urgencia.
De acuerdo con el INEGI, el 25 % de la población de 12 años o más en Puebla ha sido víctima de ciberacoso, y el 26.6 % de los casos corresponden a mujeres. En 2023, Puebla ocupó el tercer lugar nacional en incidencia de ciberacoso a través de plataformas como Facebook y WhatsApp, con un incremento del 13.6 % respecto a 2022. A nivel nacional, México enfrenta más de 64 millones de intentos de ataque a cuentas digitales cada año,
incluyendo redes sociales, bancos y servicios digitales.
La reforma al Código Penal fue aprobada el 12 de junio de 2025, publicada el 13 de junio y entró en vigor el 14 de junio del mismo año, sin haber sido objeto de una socialización o consulta previa. Esto provocó una reacción inmediata y focalizada especialmente en el artículo sobre ciberasedio, cuya redacción ambigua abre la puerta a interpretaciones que
podrían terminar por criminalizar la crítica o el ejercicio periodístico.
Como toda ley, esta es perfectible. Por ello, resulta positivo que se hayan anunciado foros públicos y mesas técnicas de análisis para revisar su contenido. La intención de la reforma —enfrentar la violencia digital y proteger a poblaciones vulnerables— es legítima. No obstante, la vaguedad en la redacción legal y la amplitud de su aplicación sí representan un riesgo para la libertad de expresión y el debido proceso. La solución está en la precisión legislativa.