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miércoles, agosto 6, 2025

El caso Vallarta y la prisión preventiva oficiosa

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En medio de todo lo que puede decirse sobre el caso de Israel Vallarta y Florence Cassez, hay dos aspectos que rara vez se abordan con suficiente profundidad. El primero es la discreta pero perversa participación de Eduardo Cuauhtémoc Margolis Sobol; el segundo, la persistencia de la figura jurídica de la prisión preventiva oficiosa, que mantiene a decenas de miles de personas privadas de la libertad sin sentencia en México. Por ello conviene separar ambos casos, pues Florence Cassez tuvo acceso a una defensa legal y respaldo diplomático del que Vallarta careció, y que le permitió obtener su libertad, mientras él pasó casi 20 años en reclusión sin sentencia.

Ambas situaciones están atravesadas por la corrupción estructural: por un lado, la participación de Margolis en la fabricación del caso; por el otro, el abuso de la prisión preventiva oficiosa. Lo que parece una novela policiaca —o como diría Jorge Volpi, “Una novela criminal”— es, en realidad, uno de los expedientes más vergonzosos del sistema penal mexicano.

Eduardo Margolis, empresario de origen judío, con intereses en el sector de seguridad privada y blindaje, fue socio de Sébastien Cassez —hermano de Florence— en varias empresas. Tras una disputa comercial, Margolis habría emprendido una venganza empresarial y judicial que derivó en la fabricación del caso Vallarta–Cassez. Su cercanía con Genaro García Luna, Luis Cárdenas Palomino, Televisa e incluso con figuras como Isabel Miranda de Wallace, lo posiciona como un actor clave en la operación político-mediática que derivó en uno de los montajes más escandalosos de los últimos años.

Su papel no se limitó a la colusión para fabricar delitos. Peritajes judicializados señalan que Margolis tuvo participación directa en torturas físicas y psicológicas contra Israel Vallarta. Su nombre aparece al menos 22 veces en dictámenes periciales oficiales que documentan prácticas como asfixia, golpes, amenazas y agresiones sexuales. Es decir, un empresario

con influencias en múltiples esferas —económica, mediática y criminal— que utilizó sus conexiones para destruir la vida de dos personas, en colusión con un Estado que asumió esta causa como propia en nombre de una fallida narrativa de mano dura contra la delincuencia, característica del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa y su fallida guerra con el narcotráfico.

Florence Cassez, por su parte, logró su libertad tras años de presión diplomática que tensaron las relaciones entre México y Francia. La situación escaló hasta que el gobierno francés suspendió su participación en el evento cultural “El Año de México en Francia”. El caso llegó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, donde el entonces ministro Arturo Zaldívar argumentó que las violaciones al debido proceso —la detención sin orden judicial, el montaje televisivo y la falta de asistencia consular— constituían un “efecto corruptor” que contaminaba todo el expediente.

Propuso el otorgamiento de un amparo liso y llano, es decir, la liberación inmediata. Aunque otros ministros defendieron reponer el procedimiento y dejar en prisión a la francesa, la mayoría respaldó la ponencia de Zaldívar.

Israel Vallarta, en cambio, quedó completamente desprotegido. Más allá de un respaldo ocasional de organizaciones como Human Rights Watch, Amnistía Internacional, WOLA y la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT), su caso nunca generó una respuesta diplomática o institucional del mismo calibre. Su prolongada reclusión se debe en gran parte a la aplicación de la prisión preventiva oficiosa, figura que permite encarcelar a personas sin juicio si se les imputa alguno de los delitos previstos en el artículo 19 constitucional.

Esta medida cautelar, heredada del sistema inquisitivo, está prevista en el párrafo segundo del artículo 19 de la Constitución mexicana. Fue pensada para garantizar que personas imputadas por delitos graves no se sustraigan de la justicia ni pongan en riesgo a las víctimas. Sin embargo, en la práctica se ha convertido en una regla y no en una excepción, pues más

del 40 % de la población penitenciaria en México está en prisión sin haber recibido una sentencia, es decir, más de 90 mil personas viven en condiciones de indefensión jurídica, según datos del INEGI (ENPOL 2023).

Además de ser inconstitucional, la prisión preventiva oficiosa es inconvencional: contraviene tratados internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y las observaciones del Comité contra la Tortura de la ONU, que en 2024 solicitó medidas cautelares a favor de Vallarta, incluyendo alternativas a la prisión y atención médica urgente.

La historia de Israel Vallarta es la de cientos de miles de mexicanos que esperan por una sentencia. Contrario a reformar el sistema penal por uno más efectivo, la tendencia constitucional ha sido la de aumentar el catálogo de delitos que ameritan esta medida cautelar. En el Poder Judicial, esta figura ha generado intensos debates, puesto que hay criterios jurisprudenciales que abogan por los derechos humanos. Veamos qué perspectiva tendrá esta figura con la instalación de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación a partir del 1° de septiembre.

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