Soy una chica de ciudad, eso me recuerda cada vez que me cuesta brincar obstáculos cuando nos adentramos en el bosque.
Confieso que hasta mis 18 años conocí los borregos en persona y grité con tal emoción que los lugareños sonrieron con ternura.
A los 33 escuché mugir a una vaca y poco después, corté del árbol mi primera manzana.
Sí, sí, una chica de ciudad devorada por el monstruo de la prisa y el estrés que terminó refugiada en un Pueblo Mágico de Puebla.
A poco más de 10 años en Zacatlán, me sigue costando adaptarme al cierre de los comercios de dos a cuatro de la tarde o al desabasto de productos con la respuesta siempre amable de “venga en 15 días que volvemos a surtir”. Sin embargo, agradezco cada momento de silencio y cada noche que puedo andar sola a pie.
(La comida deliciosa y los productos frescos son impagables).
La semana que pasó fue difícil emocionalmente, sin ánimo de leer y escribir, opté entonces por contemplar el pasto del jardín para hacer hallazgos como que los pájaros esperan pacientes a que mis perros entren a casa para robarles las croquetas y emprender la huida antes que sean cazados por los caninos.
En un día que no encontré consuelo en la contemplación ni en el té de toronjil, salí a caminar sin rumbo y terminé coincidiendo con un amigo pintor y recién llegado de la CDMX por los mismos motivos de los que yo me fui hace una década.
Charlamos de técnicas artísticas, neurodivergencia, paternidades, maternidades y salud mental.
Fue un respiro. Una catarsis. Otro momento impagable que da la pausa del pueblo y que la ciudad no lo permite sin previa cita.
Mientras escribo esta columna sucede el desfile de carros alegóricos con el que culmina la semana de la Feria de la Manzana y el pueblo está colapsado por el cierre de prácticamente todas las calles, otra actividad que me ha costado adaptarme y dudo que lo logre.
La última vez que intenté quejarme con un coterráneo su respuesta fue determinante: “son los usos y costumbres de este pueblo, tú no los entiendes porque eres una chica de ciudad”.
